martes, 15 de septiembre de 2020

Cuento con objetos

Celular (Café)

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Desde la mesita del living donde había quedado apoyado el celular se veía en línea recta el pasillo que desembocaba en la cocina. La pared izquierda del pasillo seguía su camino pasando a integrar la cocina, hasta intersectar con la pared que chocaba la vista desde el pasillo. En esa esquina había una mesa. Era el único mueble de la cocina que se apreciaba desde el living; el resto continuaba hacia la derecha. La pared de ese lado del pasillo, tras cinco metros acompañando a su par izquierda, se abría en un ángulo recto, formando la pared de la cocina donde apenas doblando, en un pequeño mueble, se apoyaba el teléfono fijo, que empezó a sonar.
Del sillón del living se levantó una persona. Con cierta pereza se fue sentando, pasó sus manos por sus ojos y cara, se acomodó el pelo y finalmente quitó la manta que tenía encima para incorporarse y atender el teléfono.

–¿Hola?

Atendió con voz de dormida. Sonrió.

–Ah, ¿qué hacés? ¿Cómo te fue?

Si bien el aparato no llegaba a apreciarse, la mitad del cuerpo de Patricia asomaba a la vista desde el pasillo. Estaba parada enfrente del mueble del teléfono pero con el cuerpo apenas orientado en diagonal, apuntando hacia la heladera.

–Uh, sí, es que lo apagué un rato, me había tirado a dormir una siestita. No sabés, me agarró un sueño que no llegué ni a lavar lo del almuerzo. Me quería hacer un café per... –Calló.–Me estás jodiendo.

Dijo esto último con voz bajita, algo débil, y seria. Su rostro empalideció levemente. Escuchó en silencio. Mientras, empezó a jugar enrulando el cable del teléfono con la mano libre.
Casi opuesta a la mesa estaba la pileta, que rompía el tenso silencio con el ruido de delicadas gotas rebotando sobre un plato que esperaba ser lavado.

–¿Y quieren que sea ya?

Ya no estaba con el cuerpo apuntando a la heladera, sino que se movía bastante. La canilla goteaba pero muy lentamente, apenas perceptible al oído.

–O sea que ya te quedás ahí...

Ahora el jugueteo con la mano se había mudado al pelo. Giró su cabeza hacia la mesa. Había sido hecha especialmente para entrar ahí. Dos de sus lados colgaban fijos a la pared. En el vértice opuesto, los otros dos lados apuraban su encuentro con una leve curva, y de su intersección bajaba la única pata de la mesa, en su único ángulo que no era recto.

–Qué lo parió... Bueno, voy a ir para allá, dale?

En la mesa solo había un vaso vacío y una botella, aún con un poco de agua. Un rayo de sol provenía de la ventana que estaba entre la pileta y la mesada.

–Chau, suerte. Te quiero. Nos vemos.

Patricia colgó el teléfono. Dio un suspiro. Se sentó un momento en la silla junto a la mesa, tomó un vaso de agua. Luego fue hacia el lado de la pileta. Se escuchó cómo abría la canilla y lavaba un par de cacharros.
Después el ruido del agua dejó de sonar, y Patricia asomó por el pasillo. Al pasar por la mesita del living agarró su celular. Tenía la mano aún tibia por la siesta, pero tensa. Guardó el celular en el bolsillo del pantalón. Luego, en su cuarto, lo pasó a una cartera grande junto a una muda de ropa, una manta, un libro, llaves, billetera y un neceser.


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Recién sacó y prendió el celular cuando ya estaba viajando en el colectivo. Se dirigía al Sanatorio Otamendi. Gastón, su hijo, estaba internado allí. Unos estudios le habían detectado un tumor y lxs doctorxs recomendaron enfáticamente que lo mejor era extraerlo cuanto antes: lo habían detectado a tiempo. La operación, en efecto, no debía presentar complicaciones. Pero Patricia estaba muy preocupada. Era la primera vez que sucedía algo así desde que Gastón se había ido a vivir solo, hacía ya un par de años.
Se bajó en Santa Fe y caminó por Azcuénaga rumbo al hospital, mientras atendía algunos mensajes de Whatsapp, que contestaba con mensajes de voz. Llegando a la esquina con Marcelo T. vió al pasar un quiosco. En un estante superior al mostrador donde estaban las golosinas había una colección de peluches, y a Patricia le pareció ver uno muy parecido al que tenía Gastón cuando era chico. Le vino una escena a la mente, un flash de una noche veraniega; un Gastón de no más de siete años revolcándose en el piso a carcajadas, jugando con su padre y sus peluches en el piso de su cuarto.
Decidió que más tarde bajaría a comprarle ese peluche. Le pareció un gesto tierno, sentía que lo ayudaría a estar protegido y acompañado durante la cirugía. Además, aprovecharía para comprarse un café, que quería tomar desde la sobremesa. Pero prefería hacer todo eso después de haber visto a su hijo. Se fijó en el celular el número de habitación mientras entraba al edificio. Mientras subía las escaleras se preguntaba si Gastón le habría avisado a Daniel. Suponía que no. Guardó el celular en la cartera y entró a la habitación.

–Hola, Gas, chiquito, ¿cómo estás?

–Hola, ma. Bien. Bah, digo, dentro de todo, bien. ¿Vos?

–Y, qué querés que te diga. Mis cosas bien, pero me preocupás vos. ¿Hubo alguna novedad?

–No mucho más que lo te conté por teléfono, están haciendo unos estudios complementarios pero por lo que me dijeron está todo okey como para operar en un rato.

–Bueno, mejor.

–Sí, podría haber sido peor.


–Es una linda habitación, eh.

–Jej, sí, es linda.


Se escuchó un suspiro.

–Ya hablé con Julieta, en un rato está por acá. A las 18 se tiene que ir para la facu, me va a dejar las cosas. Me dijo que estaba reventada, pobre, tiene que rendir un parcial hoy. Mañana va a estar más despejada.

–Sí, yo también hablé.


–Escuchame, ¿a Daniel le contaste?

Otro suspiro, pero distinto.

–No.

–¿No querés que lo llame? Lo quieras o no es tu papá. Además, si no se entera de estas cosas después cómo querés que...

–Y, pero si él tampoco me habla, mamá. Mirá, si vos querés decirle... allá vos. Yo no lo voy a llamar.

–Permiso...

–Hola, qué tal. Patricia, soy la madre. ¿Usted es el doctor?

–Un enfermero. Juan, encantado. ¿Y, ya te pusiste cómodo? ¿Cómo estás?

–Y, dentro de todo...

–Muy bien. El doctor ya está preparando todo, en veinte minutitos cortamos las visitas y empezamos, ¿dale?



3
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Patricia se distraía mirando Facebook en el hall del hospital. Pensó en ir a un bar a merendar. En el quiosco donde compró el peluche no andaba la máquina de café. Era una de las máquinas buenas, más caras. No quería un café de máquina del hospital. Tampoco tenía ganas de ir a la cafetería ahí, en realidad lo que quería era salir de ese ambiente tenso de hospital. Pero en eso estaba cuando la vio llegar a Julieta. Venía cargada: una carpeta entre su brazo izquierdo y su cuerpo, una bolsa de tela grande en la mano derecha, además de su mochila negra con el pañuelo verde en la espalda. Se saludaron, Julieta acomodó sus cosas en los silloncitos del hall donde estaba Patricia y charlaron un rato, buscando nimiedades. Aunque ella no quería, le ofreció comprarle un café. Pero la máquina del hospital no le aceptó los billetes. Le ofreció entonces ir a la cafetería, pero Julieta le dijo que no hacía falta, que estaba bien. Luego sacó unos apuntes de su carpeta y comenzó a repasarlos. Patricia le hizo compañía.

Llegó la hora en que Julieta se fue caminando hacia la facultad. Era una chica divina. Andaba con una gracia que contrastaba entre la muchedumbre gris de oficinas y hospitales. La tarde se había puesto de ese gris también, aunque empezaba a oscurecer. El viento era fresco y amagaba con traer gotas. “Dios mío...”, pensó Patricia. Una pareja cruzaba la entrada tomada de la mano, la mirada desanimada, el silencio tajante.
Se decidió a llamar a Daniel. Buscó su contacto en el celular. Suponía que seguía teniendo ese número. Hablaban solo cuando era necesario, un par de veces por año. Evitaban verse en fiestas. Llamó y esperó mientras marcaba, pensando en lo que iba a decir. Se activó el buzón de voz. Volvió a llamar. Esta vez Daniel atendió.

–¿Hola?

–Hola, ¿Daniel? –habló con el tono con el que se habla por teléfono para pedir un turno.

–Patricia, ¿qué tal, cómo andás? –su voz canchera, como cuando quiere impresionar a un cliente con su seguridad.

–Bien, ¿vos? –odió su sonrisa impostada al decirlo.

Lxs dos percibían la incomodidad de esas primeras frases de cortesía, actos reflejo de toda conversación oral, inevitables aún en casos como este, de dos personas que quizás preferirían ir al grano lo antes posible, para evitar estirar ese momento tenso.

–Bien. Todo bien.

–Me alegro –basta ya, pensó Patricia–. Oíme, te llamaba porque...

–Sí... –esperaba con expectativa Daniel, que detrás de la pantalla se moría de extrañeza.

–Para contarte, que... –no le salía formularlo fácil–. Gastón se fue a hacer unos estudios...

–Ajá... –ya empezaba a distraerse.

–Y, cuestión que... –estiró la “e”– le encontraron algo. Un... un tumor. Y bueno, está estable pero se lo querían sacar cuanto antes, así que está en el quirófano.

Sus tonos empezaban a ser más naturales.

–Uhh, qué cagada. ¿Y qué necesitás, que lo lleve después a su casa?

–No, Daniel, no “necesito” nada. Te estoy contando que están operando de urgencia a tu hijo. No sé, me pareció que te podía interesar –largó con bronca, gritando bajito, hablando rápido.

–Por supuesto que me importa, Patricia. Me estaba ofreciendo a ayudar...

–Te agradezco. Creo que no necesitamos nada. Yo estoy acá, en el Otamendi. Por si querés venir.

–Okey. Voy a ver si llego, tengo algo de trabajo pero seguro se me arma un hueco.

–Chau, Daniel –Se cansó de la indiferencia de su ex marido.

–Chau.

Cortó y exhaló fuerte y con bronca, se mordió el labio inferior con el superior, gesticuló en silencio. “Pero por favor...”, hundió el pulgar y el dedo índice de su mano izquierda en cada ojo cerrado. Se había olvidado de que quería un café. Afuera estaba horrible. Adentro también. Guardó el celular. Intentó leer.


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Finalmente se resignó a ir la cafetería. Le había agarrado un hambre feroz. El chico que atendía en el mostrador era joven y extranjero. De la edad de Gastón, más o menos. Patricia le pidió un tostado y un café con leche y se sentó en una de las mesas individuales. Una tele aturdía con el noticiero encendido. El chico del mostrador le llevó lo que había pedido. Revolvió el café aún sin haberlo tocado. Chupó los restos de espuma que habían quedado en la cuchara. Dudó si ponerle azúcar. En general, en su casa le ponía, porque le gustaba hacer el café fuerte. Pero el de acá probablemente tuviera demasiada leche y poco gusto a café. En ese caso, ponerle azúcar lo haría quedar demasiado dulce. Mientras cavilaba oyó que la llamaban. Era Juan, el enfermero, que desde la entrada a la cafetería le hacía un gesto para que se acercara al pasillo. Tenía una planilla y varios papeles en una mano. Patricia fue. Él le habló con expresión severa pero segura, tranquila. Ella, en cambio, no dejó de mostrar nerviosismo. Estuvieron en el pasillo hablando por un minuto y medio. Luego Patricia volvió hacia la mesa caminando rápido, apenas si llegó a guardar el celular en su cartera y volvió hacia el pasillo donde el enfermero la aguardaba mientras le pedía al chico de la cafetería que por favor le cuidara las cosas.



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Regresó a la hora. Se sentía exhausta. El joven mozo le había guardado la cartera y su abrigo en el lado de adentro del mostrador. Le devolvió sus pertenencias y le ofreció calentar el café y el tostado. Patricia se sintió muy agradecida. Eligió la misma mesa donde estaba antes de que Juan la llamara para chequear algunas cuestiones de la historia clínica y rellenar algunos trámites protocolares. La operación transcurría sin gravedad aunque se había extendido bastante más de lo esperado. Patricia se dejó caer en la silla. El televisor ahora pasaba un partido de fútbol que nadie miraba. Dos personas sentadas en una mesa conversaban rápido en voz baja. El chico en el mostrador bromeaba con una enfermera que le compraba una gaseosa. Patricia entrecerraba los ojos. La luz fuerte de la tele le daba un poco de dolor de cabeza. Le estaba volviendo el hambre y eso también se sentía molesto. El mozo le trajo su pedido recalentado. Le dio un trago al café, como para cortar la sequedad en la boca, y a continuación atacó el tostado. Cuando se sacó un poco la necesidad de comer, volvió al café. Tomó despacito, saboreando en la boca. Cerró los ojos. Tragó lento, exhaló hondo mientras sentía cómo el calor del líquido iba bajando hacia su estómago. Tomó otro trago junto a un largo respiro. Luego abrió los ojos. Seguía aturdiéndola la luz fría, el televisor, los ruidos, el olor a hospital. Todo eso se le subió a la cabeza, sin dejarla pensar con claridad en nada. Se le nublaron los ojos y empezó a lagrimear. Luego se volvió llanto. Se desahogó por un rato y de a poco empezó a respirar, a ver y hasta a pensar con mayor normalidad. Terminó lo que le quedaba del café. Se quedó pensando en las mesas de la cafetería. Eran como cuadrados pero con sus ángulos curvos; le hacían acordar a la mesa de su cocina.
Esta vez el que la llamó fue el doctor a cargo, que se acercó hasta donde estaba ella.
–Patricia, la operación ya terminó. Salió todo bien.







6
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Se sorprendió cuando lo vio entrar. Había bajado de casualidad para comprar un café y ver si conseguía algún diario. Afuera el cielo se había despejado pero la mañana igual estaba fresca. Sin embargo Daniel no traía puesta campera. Tampoco vestía anteojos oscuros ni hablaba por teléfono. Patricia pensó que quizás desde hacía cinco años lo recordaba malintencionadamente en esa postura. En cambio ahora entraba al hospital con anteojos de visión. Se había afeitado. Su mano izquierda se aferraba a un peluche muy parecido al que ella había comprado ayer.

–Hola –En la voz de Patricia todavía había algo de sorpresa.

–Hola.

–Qué... qué bueno que viniste.

–Es mi hijo. Cómo no iba a venir.

«Y, no sé, cuando se graduó del secundario parece que pensabas otra cosa» pensó Patricia. Pero la dejó pasar. Daniel agregó:

–Tuve que meterle al laburo cuando cortamos ayer para poder reacomodar toda la agenda. Hoy y mañana me los tomo.

Esta vez Patricia disimuló su grato asombro cambiando rápido de tema:

–Ese peluche... –dijo apuntando hacia él con la cabeza.

–Ah, sí... –apenas se sonrojó– Para Gasti, lo manoteé de la recepción de la oficina. Era esto o traerle una lapicera.

Ambos asomaron una tímida risa.

–Qué bien –aprobó Patricia–. ¿Sabés qué habitación es?

–No.

–117, es en el segundo piso, subís por allá.

–Dale. Vos no...? –Insinuó.

–No, no, subí tranquilo, yo tengo que hacer un llamado, vuelvo en un rato –dijo sacando el celular. Pero era mentira. No tenía ganas de subir con él.

Daniel asintió y fue hacia los ascensores. Había más movimiento a esa hora en el hospital. Pero era un movimiento más tranquilo. Rutinario, conocido, seguro. Incluso el olor a hospital era más agradable ese día. Pero, aunque menos alerta, menos estresada, a Patricia la seguían invadiendo sensaciones extrañas. Salió a dar una vuelta por Santa Fe, a tomar aire, mirar vidrieras, distraerse un rato. Total, tenía que hacer tiempo. La calle estaba llena de ruidos que apenas escuchaba. Repasaba todo lo que había sucedido desde el día anterior, cuando estaba por tomarse un café a las dos de la tarde de un día normal. Ese café que no había podido tomarse, y ese otro, mucho más tarde, después de tantos otros frustrados. Ese momento de desahogo, esa bisagra. Se le cruzaban las caras y las sensaciones de las personas con las que había interactuado, de lxs enfermerxs, de Julieta, del chico de la cafetería, de Gastón, del doctor, de Daniel. Caminó bastante: mientras sus piernas se movían, su cabeza sin darse cuenta –y sin querer– se detuvo a analizar la irrupción de Daniel. No podía poner de acuerdo a sus emociones. Una parte de ella recibía su llegada con recelo. Eso no sorprendía. Lo novedoso era él. Esta vez, la desconfianza parecía más infundada. A Daniel se lo veía más enfocado, menos pedante. Era eso lo que la confundía. Cuando él se comportaba como un pelotudo a secas era más fácil tenerle rencor.
Un taxi le tocó bocina. No lo vio doblando, empezó a cruzar y casi se la lleva puesta. El tachero frenó justo. Patricia retrocedió, y luego dudó entre cruzar ella o dejar que pase el taxi. Terminó pasando lo segundo, no sin que antes el tachero le dedicara unas palabras.
Regresó al sanatorio. Una mujer salía con su bebé envuelto en brazos. Detrás iba su pareja cargando bolsas y mochilas. En el hall de entrada sintió calor. Podía percibir el ruido de los aires acondicionados, el olor. En la recepción un señor discutía con la chica de la ventanilla. Dos señoras grandes se abrazaban en el sector de los sillones. Patricia calculó cuánto tiempo había estado afuera. ¿Seguiría Daniel arriba? Se acordó de que, antes de su llegada, había bajado para buscar un diario. Así que fue a buscar uno a la cafetería. Pidió prestado un La Nación abandonado y encaró hacia el pasillo. Bajando del ascensor se lo encontró de nuevo.

–Se lo vé bien –dijo él en tono amigable–. Digo, dentro de todo.

–Sí, está más tranquilo.

–¿Estaba muy mal ayer?

Ella meneó la cabeza, insinuando que sí pero no tanto. En verdad se daba cuenta de que la que estaba mejor era ella. Daniel pareció percibir el devenir reflexivo de su pregunta porque cambió de tema:

–La verdad parece impecable el sanatorio. La habitación es linda, eh.

Patricia asintió mientras se apiadaba pensando en el encuentro de Daniel con Gastón minutos atrás. ¿Habrían podido sostener una conversación más o menos agradable?

–Sí, está muy bien. Hacía mucho no venía.

–Yo hace no mucho estuve con Claudia en Los Arcos y no estaba tan bien como acá. Aunque ahí la vista al tren es privilegiada, no será puerto madero pero...

–Bueno, acá si hacés mucha fuerza en mirar para abajo... el tren no, pero ves el subte.

Rieron. El afeitado le agregaba ternura a sus gestos.

–Bueno, por ahí te pasás por la zona de radiografías y en una de esas salís tirando rayos por los ojos.

No se sentía tan incómoda hablando en ese momento. Fue a por la artillería pesada.

–¿Claudia cómo está?

–Ahí anda, bien –sonó con más culpa por decirlo que lo que le molestó a ella escucharlo.

–Los chicos, ¿todo bien?

–Sí. ¿Vos?

La miraba a los ojos, los de él agrandados por los lentes. Hacía mucho que Patricia no le veía los ojos, tantas veces ocultos por el polarizado de los anteojos de sol. Los lentes, en cambio, le daban un gesto más empático a la mirada. Daniel ya no era el hombre del que se había enamorado, por supuesto. Pero tampoco del que se había divorciado. Quizás era una locura pensarlo, pero quizás podían reponer un poco su relación. Y esa duda se transformó en certeza porque se dio cuenta de que podía estar ante un momento bisagra, y eso le dio una idea:

–Bien, bien. Che, ¿querés tomar un café?

lunes, 14 de septiembre de 2020

Cuento a lo Casas

Cabeza de bebé gigante



Mi amigo Leopoldo Garbach me invitó hace no mucho tiempo a ver boxeo. Le agradecí pero decliné la propuesta excusando intenso trabajo. No sé por qué no le conté la verdad. Era mucho más interesante decirle que hace unos treinta años fui por primera y única vez a una pelea de box y juré no volver.


Fue en el Club Yupanqui y me había invitado Asterix, un frecuentador de esas veladas. Asterix era el encargado del edificio donde vivía. Nos habíamos hecho amigos un tiempo atrás, cuando él me ayudó buscando el gato de Susi, la dueña del departamento y mi pareja por ese entonces. Un tipo muy raro, Asterix. Bah, pobre. En realidad era tan común... justamente ese fue el tema. Muy sencillo, humilde, de pocas palabras. Sin familia ni pareja. Un potencial Camilo Canegato. La policía le hizo una cama terrible. Lo usaron de chivo expiatorio en un crimen espantoso que, se sabe, cometió gente de ellos. Lo encarcelaron y a las semanas apareció ahorcado. Asterix... pobre tipo. Creo que hoy en día me escandalizaría más vivir una situación así tan de cerca. A ver, tampoco era un amigo de esos que se dicen del alma. Éramos más bien compañeros circunstanciales compartiendo nuestro desamparo. Yo andaba... eso, andaba. Me movía de un lado a otro como dejándome llevar por la marea, sin hacer nada. Hacía dos años se había muerto mi mamá y a partir de ese momento y por un par de años fui eso, una especie de babosa humana que se limitaba a  responder a estímulos vitales. Tenía veintidós años y ganas de no apurar un paso más hacia la adultez. Mis días eran dormir, escuchar música, dar una vuelta caminando, quizás meterme al cine o buscar a mis amigos en el bar Astral. Los laburos que tuve en esa época se cuentan con los dedos de las manos, y si tuve fue porque se toparon conmigo y no porque yo los fuera a buscar. En ese estado de vida donde todo fluctuaba es que tuve y destuve a Asterix sin casi percatarme. 


Susi también se había ido un día. Me dejó el departamento, un monoambiente enfrente de la estación de Flores. Ya desde antes Asterix (se llamaba Rodolfo, por cierto) solía subir a tomar mate por las tardes. O me lo encontraba yo abajo, de noche tarde, fumando apoyado en la pared del edificio, al lado de la puerta, y charlábamos un rato, o prendía uno y me ponía a hacerle compañía en silencio. Y una vez que Susi se fue nuestra compañía se hizo más frecuente. Con la probable intención de que no me bajoneara, o de ayudarme a reponerme, comenzó a invitarme a salir algunas noches: a bares, boliches, fiestas. 


Ese día (el del boxeo) me despertó un rayo de luz a eso de la una. Tenía la garganta seca como un desierto. Me levanté de la cama de un salto y puse agua para el mate. Tragar los primeros fue doloroso. Los desayuné con un par de caramelos de miel. Después me pegué una ducha. Cuando salí, agarré Las Sirenas de Titán, una joya de Vonnegut, y me tiré en toalla a leer sobre la cama hasta que me agarró hambre. Ya eran más de las tres y en la heladera no había un carajo. Puse agua para hacer unos fideos. Saqué la tele del armario donde estaba guardada cuando no se usaba e hice un poco de zapping hasta enganchar alguna película. Llegué a ver un pantallazo de Palito Ortega en Canal 11 antes de que se fueran a la tanda. La publicidad de un partido de Copa Libertadores que pasaban al día siguiente cantó la fecha e hizo que me acordara de que cumplía años Sandra Venegas, una amiga de la secundaria. La llamé y no contestó. No estaba seguro de acordarme bien su número y no tenía forma de chequearlo: la mayoría de mis cosas seguían en la casa de mis viejos. Probé una vez más y nada. No volví a insistir. Metí los fideos en el agua, que ya hervía, y cambié de canal. Dejé uno donde Roger Moore escapaba de los alemanes buscando marfil en Tanzania. 
Me paré para sacar los fideos, puse el colador en la pileta y de un solo movimiento levanté y di vuelta la olla. Sentí cómo algo alcanzaba mi mano derecha. Después, un fuego fue subiendo desde el anular, trepó por mi brazo y en un pestañar llegó a mi cabeza. El shock de la quemadura se propagó por todo el cuerpo. En cámara lenta apoyé la olla y recién ahí pude reaccionar. Quizás distraído por la tele o apurado por el hambre, había volcado el agua demasiado rápido y salpicó. Tenía tres dedos rojos que ardían como lava. Apoyé el colador con los fideos sobre la olla y puse la mano sobre agua fría. Estuve un rato hasta olvidarme de estar sintiendo el chorro correr por mis dedos. 


Comí los fideos con manteca mirando la tele y cuando terminé lavé el plato con agua fría. Le bajé un poco el volumen a Roger Moore y me tiré en la cama a dejar que se me vayan cerrando los ojos. Tuve un sueño borroso e intranquilo. Sentía que me quemaba. Al rato me desperté: era la mano. Conté por lo menos cinco ampollas. Bajé a la calle e hice dos cuadras por Rivadavia hasta una farmacia. Me compré una pomada para la quemadura. El señor de la farmacia me dijo que me la ponga dos veces por día y en 72 horas ya iba a estar bien. Estaba pesado afuera. No hacía calor pero había terrible humedad. El sol amagaba con ocultarse definitivamente detrás de las nubes; quizás lloviera más tarde. Volví al departamento y me puse la crema. Antes me mojé la cara; hubiera preferido una ducha pero la mano no estaba para agua caliente. Y detesto las duchas frías, salvo que haga mucho calor. Me tiré a leer un rato más y en eso me tocó la puerta Asterix. Con mi zurda como única intermediaria compartimos un par de mates. Ahí fue cuando me invitó a ver boxeo esa noche. Le comenté que jamás había visto una pelea en mi vida.
–No es como en la tele –dijo. Me encogí de hombros–. Ah, ¿ni en la tele?
–Nop, nunca. 
–Ah, bueno –sonaba decepcionado– entonces capaz no...
–Nah, si estoy al pedo. Qué no voy a ir.
Y en su rostro se dibujó una sonrisa.
–Vas a ver que te va a gustar –dijo, y se equivocó–. Los tipos se pegan de lo lindo y la gente se pone como loca. Es muy intenso –dijo, y yo no tenía idea de la razón que tenía. Pero para eso faltaba un rato.


A las seis había quedado en encontrarme con Romina en la plaza de Pasco y Alsina. Romina era una amiga de Picasso, quien era, a su vez, uno de mis mejores amigos. Dos noches atrás habíamos coincidido en un bar en San Telmo. Tocaba una banda amiga de Picasso que ya había ido a ver alguna vez y sonaba bastante bien. Sonar bien no era en ese entonces una proeza mayor de lo que es ahora, pero en mi grupo cercano, sobre todo en Roli, el mayor de mis compinches, había ciertas tendencias vanguardistas, por no decir inescuchables, a romper con todo lo que se podía pensar como música sin preocuparse ni un poquito por construir algo después. Esta banda (ya no recuerdo cómo se llamaba, duró poco porque la líder se fue a vivir a España) no era el caso, y su post punk a lo The Clash podía no sorprender a nadie pero tampoco dejaba fisuras. Hablando de fisuras, para cuando yo llegué Pica y Roli ya se habían bajado una birra cada uno y además estaban duros como embrague de Corsa. Se comunicaban en un lenguaje primitivo con el que más o menos se entendían entre sí, pero para el resto del mundo comprenderlos era difícil. Después de un rato donde inútilmente compartimos mesa con esos dos cavernícolas, con Romina hicimos rancho aparte. Esa noche ya había comentado dos veces que había conseguido nota con un tipo que no conocía y la había mandado a una plaza que no junaba: la primera fue aún en la mesa; en la segunda intuí algo; para la tercera me avivé y me ofrecí a acompañarla. Era la primera vez que salía con alguien desde que Susi me había dejado.


Fui en subte y llegamos más o menos al mismo tiempo. Romina salía del laburo: tenía el pelo atado y un saco gris. Nos saludamos con un beso en la mejilla. La plaza tenía sus recovecos; había un policía en la otra esquina y con el correr de los minutos pasaba cada vez menos gente. Pensé entonces que su insistencia para que fuera con ella había sido más una cuestión de seguridad que un coqueteo. Yo llevaba la novela a mano y me preguntó qué leía. Le contesté que Las Joyas de Titán, de Vonnegut, y le pregunté si había leído algo de él. Me dijo que Matadero 5 no le había gustado mucho y empezó a contarme: no paró de hablar hasta que apareció el tranza a los veinte minutos. Caminamos alejándonos una cuadra por Pasco, transaccionamos y una vez que el tipo se fue nos metimos en el primer bar que vimos a mano. Pedimos un café y Romina entró al baño a testear lo comprado. Volvió a los minutos haciendo gestos de aprobación. “¿Querés?”, preguntó y me pasó la bolsa. Fui al baño yo también a probarla. No charlamos mucho más después de eso. Terminamos nuestros cafés y al rato ella avisó que se tenía que ir. Salimos a la calle y nos despedimos con un beso en la mejilla de esos que son casi un pico. Ya anochecía. Me quedé donde estaba un rato, evaluando qué hacer a continuación. Casi sin darme cuenta terminé caminando hacia el Astral. Había bastante gente a esa hora. En una de las mesas del fondo pude ver a Picasso y Roli pidiéndole la cuenta a Tito. Tito era (quizás siga siendo) el mozo y merece un cuento aparte. Me recibieron con euforia.
–¡¿Y, cómo fue?!
Me encogí de hombros. 
–Bien. Tranqui.
–Pero máquina, largá algo más –me apuró Roli.
–No diré nada.
–Dale, boludo –se impacientó Pica–. Por lo menos decime si les fue bien con el tranza.
–Sin problema con eso. Buena droga.
–Y... ¿no pasó nada más?
–Neh... sí, sí, estuvo muy lindo–y miré a Pica–. Te digo la verdad, hoy estaba un poco densa...
Picasso lamentó con la mirada.
–La habrás agarrado en un mal día.
–Puede ser. Debía estar nerviosa. Ya con la merca estuvo más callada –me reí solo con un pensamiento que asomó en mi cabeza–. “Me gusta cuando callas porque estás como drogada”... o “Me gusta cuando te drogas porque estás como callada”... o quizás “Me gust...” –y seguí vacilando en voz alta un rato.
Después se armó un breve silencio. De fondo, la fonola gritaba una canción de Luis Miguel. Cuando terminó, Roli sacó una caja de chicles del bolsillo.
–Mirá lo que apareció por acá –me dijo, y de la caja aparecieron dos cartoncitos de ácido.
–Opa.
Los dos rieron.
–¿Lsd? –Pregunté.
–Son buenas –dijo Roli mientras afirmaba con la cabeza.
–Parece que son como para ver marcianitos –aportó Pica.
–Piola.
Tito se acercó para cobrarles la cuenta. En un quiebre de muñeca Roli guardó las pepas y volvió la cajita a su bolsillo.
–Las vamos a usar ahora. De acá vamos para el Cine América a ver la nueva de Alien.
–No la ví todavía. ¿Quién la dirige?
–Finger creo que se llama. Es su ópera prima.
–¿Te sumás?
–Mmm... ¿cuánto dura la película?
–Si querés vamos al ciber de enfrente y te imprimo toda la ficha técnica.
–Es que tengo que estar en Yerbal a las 23, quedé en encontrarme con Asterix a esa hora.
–Y, creo que dura más de dos horas.
Eran casi las nueve.
–Me parece que no llego ni en pedo –concluí.
–Nop. 
Los acompañé hasta el cine a sacar las entradas. Nos metimos al baño y Roli sacó los cartoncitos. Pica se había provisto una tijerita, y con eso cada uno cortó el suyo a la mitad. Roli giró hacia mí.
–¿Vos querés?
–Y dale.
Y los dos cortaron de nuevo su mitad para darme un cuarto cada uno.
–¿Cuánto les debo?
–Después vemos. ¿Para dónde ibas ahora?
–Asterix me invitó a ver boxeo al Club Yupanqui.
–Interesante. Suerte con eso.
Y luego de un gesto de brindis nos metimos las pepas debajo de la lengua.
Cuando llegué al edificio Asterix estaba en la puerta esperándome (ya teníamos esa complicidad implícita). Lo saludé con un abrazo y después me quedé mirándolo: con su baja estatura, su chopera y su nariz redonda parecía un peluche. Él también me miró pero extrañado; me preguntó si estaba bien y le contesté levantando el pulgar. 
Viajamos en el 86 casi sin hablar. Yo me pasé todo el viaje intentando calcular la frecuencia con que vibraba el motor, que sentía rugir debajo mío como si estuviera montando un león ronroneante.
El cuadrilátero estaba en un galpón bien iluminado, con techo de chapa y humedad por todos lados. No sé por qué yo esperaba llegar a algo como una carpa de circo, con un ingreso peatonal de más de una cuadra, gradas altas y mucha gente. En verdad había poco más de cien personas, algunas en sillas rodeando el ring, los grupos más grandes de gente parados más atrás. Nosotros conseguimos asientos en la cuarta fila. Se apagaron las luces laterales y entraron los boxeadores: el de un lado, no muy alto pero de espalda ancha, con el pelo rubio teñido y engominado y la barbilla bien cuadrada parecía un androide; del otro, un tipo más alto y con más panza, de cara redonda y pelado era un bebé gigante.
Empezó la pelea. La gente se arrimó y de repente sentí que tenía cincuenta personas respirando detrás de mi nuca. Me pasé la mano para airearla un poco. Androide y bebé gigante se juntaban y separaban en un ritmo casi musical. Todos gritaban como locos por momentos; en otros se formaba un tenso silencio. Sentí que era todo parte de un mecanismo: cuando los boxeadores se acercaban, el público gritaba; cuando se separaban, callaban. Como si los dos pugilistas fueran las puntas de un circuito eléctrico. Me puse a palmear mi pierna para intentar sacar el tempo del aparato. 
Comenzaron a repartirse piñas de lo lindo. Era un espectáculo espantoso. Los dos pegaban fuerte y desde donde estábamos se podía ver las dos caras concentradas, los ojos abiertos, expectantes, desafiantes y a la vez temerosos. Se escuchaba el impacto de cada golpe, lo sentía también en mi propio cuerpo. Iban moviéndose por todo el cuadrilátero a una distancia pareja, girando sobre el ring en un baile de a dos, como si el mecanismo ahora se hubiera transformado en una cajita musical. Hasta que el androide embocó un cross impoluto en la cara del bebé gigante, que se desplomó en la lona. 
Fue menos de un segundo, un leve movimiento, un destello de luz, el cuerpo del bebé gigante tirado que no llegaba a ver del todo. Pero yo lo ví, y lo viví en una dimensión aparte, como si el espacio-tiempo de todo lo demás se hubiera detenido. El androide impacta el cross y mientras el bebé gigante cae, su cabeza sale disparada, sobrevuela el ring y viene en un tiro oblicuo hacia nuestro sector. Llega al piso, da un par de rebotes y rueda hasta frenar al lado mío. 
Me quedé mirándola un rato, pensando que lo más prudente sería devolverla; aunque no conocía cómo eran los códigos en esos lugares, quizás no correspondía que la agarre un espectador y no quería armar bardo. Alcé la (mi) cabeza: en todas las direcciones la gente, enguarecida, le prestaba atención a lo que pasaba en el cuadrilátero con la otra parte del cuerpo. Nadie había visto la cabeza. Me decidí por agarrarla. Sentí cierta resistencia al levantarla, como si estuviera trabada con las piernas del tipo que tenía al lado. Tenía una forma muy rara, la piel áspera y la carne moldeable. Había algo que no me cerraba, eso no parecía una cabeza. En eso siento que la (no)cabeza empieza a tironear para atrás. Ahí me avivo de que es el tipo de al lado:
–Eh, flaco, ¡¿qué hacés?!
Me quedo quieto mirándolo.
–¿Habría que devolverla, no?
–Y devolvémela entonces, ¿qué me canchereás, pelotudo?
Asterix se dio vuelta a ver qué pasaba. Entendía tan poco como yo. El tipo parecía ponerse violento así que se la dí.
–¿Qué pasó? –Me preguntó Asterix cuando me acomodé en la silla.
–Pensé que podía levantarla.
Pero ahora mirando hacia el ring de nuevo veo que el bebé gigante se está incorporando con cabeza y todo. “No se la pueden haber puesto tan rápido”, pensé. Giré lo más disimuladamente que pude hacia el tipo de al lado, y después de un buen rato de observación comprendí que me había confundido la cabeza con una mochila. Me reí solo por bastante tiempo. 
Más adelante empecé a sentir que tenía un punto blanco chiquito y bien nítido en mi dedo anular. Me rasqué para sacármelo, y al rato seguía estando pero mucho peor; ahora era como si fuera un mini ovni abduciendo esa porción de mi dedo, que se expandía bajando por el metacarpo y empezaba a subir hacia los dedos vecinos. Cuando la zona cubierta por el rayo ovni llegaba hasta la palma de la mano y la punta del dedo meñique decidí que tenía que hacer algo para que los marcianos no se llevaran la mano entera, así que me paré para ir al baño. Me costó un huevo encontrarlo y cuando llegué no me acordaba para qué había ido. Meé, me lavé las manos y mojé la cabeza. Tomé un sorbo de agua de la canilla. Y ahí me avivé que el ovni era una de las ampollas de la quemadura que me había hecho al mediodía. Y ardía como Troya. Manoteé mis bolsillos hasta que encontré milagrosamente la crema. Besé el pomo y me puse suficiente como para apagar el incendio de un edificio de ocho pisos. Regresé a ver la pelea. La gente estaba como loca, se apretaba contra las cuerdas y gritaba de todo. Algunos simpatizantes de uno y otro contendiente parecían a punto de irse a las manos entre ellos también. Muchos se veían muy en pedo. Empecé a sentir mucho calor. Me saqué el buzo y hasta por un momento sentí la necesidad de hacerlo con la remera también. Los dos boxeadores ya estaban más cansados y cada golpe amagaba con tirarlos. Tenía miedo de que en cualquier momento hirvieran en su propia sangre y sudor. Podía oler sus carnes. La mano seguía ardiendo. Me dí cuenta de que, en resumen, la estaba pasando para el orto, y esperé contando los segundos hasta que finalmente el androide volvió a tirar al bebé gigante. Esta vez fue knockout. Y esa es la historia. Aunque ahora que repaso todo esto parece obvio que el problema no fue la pelea de box en sí sino haber ido drogado. Creo que si me invitan de nuevo alguna vez voy a decir que sí.   

Nota de lectura de los textos de Casas



Ocio y Asterix, el encargado tienen ambos un narrador en primera persona, focalizado en el protagonista (se asume que, más o menos, concuerda con hechos reales vividos por el autor), quien de forma reflexiva hace un recorrido temporal circular: arranca usando el tiempo presente, situado en el momento de enunciación, de allí pega un salto y retrocede, y empieza a recomponer la historia avanzando en el tiempo (a veces de nuevo con breves retrocesos) hasta llegar al punto donde empezó.

Los dos textos de Casas están escritos como se piensa, o como se cuenta una anécdota. Una experiencia que debe de ser mucho más placentera de escribir que de leer. O al menos en casos como el de Ocio. Casi una típica novela sobre adolescencia, solo que corrida un par de años, perdiendo toda la parte de iniciación. En criollo, no se desarrolla la sexualidad, no hay en los pensamientos del protagonista las dudas, los deseos propios de ese cambio de edad. Acá hay más bien resignación. Andrés divaga en situaciones, anécdotas y cotidianidades de los últimos meses de su vida en las que no pretende nada más que existir y dejarse llevar por la nada misma. Leerlo me resultó algo desesperante. No me atrevo a decir que me haya aburrido, está bien escrita e incluso tiene su encanto. Pero a medida que iba avanzando las hojas y me iba dando cuenta que la historia no iba a llegar a ningún punto, me sentía tan a la deriva como el protagonista. Supongo que ese era el punto al que llegar.

La novela está dividida en capítulos, la mayoría escenas esporádicas entre sí. Hay uno que me llamó la atención, muy corto, en medio de dos que están continuados. Andrés y Rolo están en el bar con una chica, esperando a que se vaya para poder hablar tranquilos. Y ahí el narrador cuenta: “Me quedé callado y me puse a pensar (...). Y a veces también recuerdo lo que pienso. Inventar no invento. Recuerdo cosas, historias. por lo general recuerdo algo y lo modifico. Así es más fácil. Igual me parece que si está todo inventado no vale la pena”. Me pareció una confesión de parte, una explicación de qué era lo que estaba pasando, lo que se estaba contando. Y se vé bien cuando en el otro cuento aparece la historia del gato pero contada desde la visión del protagonista.

Sobre el final se pone interesante, con la visita al hospital y un par de escenas con elementos extraños que me generaron la duda de si Andrés estaba drogado o no.

Asterix, el encargado es un cuento sin tantas particularidades, podría decirse. Si bien conserva muchas de las que encontré en Ocio en cuanto a la manera de narrar, tiene un ritmo menos denso. Con el presente de enunciación bastante más adelante en el tiempo a la historia, Casas mete muchos comentarios y reflexiones actuales, lo que le da un ida y vuelta interesante al relato, bien en formato de anécdota. Pareciera, incluso, que la propuesta de lo que narrado (“contar cómo tuve mi único satori”) es una excusa para hablar de todo lo demás, de Asterix, de Susi y del gato, que, concluye la historia, un día se va, al igual que las otras dos personas en esta historia.