martes, 24 de noviembre de 2020

Escena

 

Stop For A Minute, de Keane, fue una canción lo suficientemente trascendente como para aparecer en el PES 2011 y lo suficientemente buena como para que me gustara. Dicho a secas: mediocre, pero con eso le alcanzó. Lo que siguió fue en parte consecuencia de esas dos cosas y en parte casualidad.     
    
    No termino de entender por qué una obra tan artísticamente insignificante, cobró, como quien no quiere la cosa, otro valor en mí. ¿Por qué esa canción y no otra de esa playlist (o más aún, de ese momento)? No estoy seguro. 
    
    Se me ocurre por qué esa canción: aunque de la letra no entendiera mucho más que el título, había algo ahí que llegaba, cierto significado tristón que traspasaba idiomas y que, en todo caso, se comunicaba a través de lo musical, de ese tono medio apagado y melancólico. Una segunda razón, más racional pero hipotética, respondería al rol de la canción dentro del juego. En los PES, la lista de canciones no se reproducía de manera aleatoria sino que había ciertas canciones asignadas a ciertas pantallas. La canción que sonaba cuando prendías el juego, en el menú principal, era una que habré escuchado muchas más veces que aquella que se reproducía cuando accedías a una pantalla escondida como el menú de configuración o de editar un jugador, por ejemplo. Entonces puede que me haya quedado esta canción más que las otras por el simple hecho de que la haya escuchado más tiempo, si, por ejemplo, aparecía en el menú pre partido.
   
    Puedo suponer por qué ésta, pero el por qué no otra que estuviera en una posición similar dentro del juego sigue sin respuesta. ¿Sería la única en maridar con mi angustia? Intuyo que no. ¿Qué otras canciones había? A simple golpe de memoria se me vienen dos. Estaba Microdancing, de Babasónicos, esa sí recuerdo que sonaba en el menú pre partido. No es un tema alegre, para nada. Pero no me inspira lo mismo. El otro era uno con letra en un idioma que parecía africano, de armonía medio caótica. No me transmitía muy buena vibra. ¿Será que...? Sí, un poco de lo que me pasa con Stop For A Minute hay en esta canción, que ahora descubro que se llama A. I. E. (A Mwana), es de una banda afro-belga de los ‘70, y su ritmo, que parece disco con melodías africanas encima, hace mover las piernas. Y sin embargo, yo la recordaba con un sentimiento bajón. Propio de la época, supongo. Por eso sigo pensando que así como retuve la asociación de la canción de Keane con ese estado anímico podría haberlo hecho con cualquier otra.
    
    ¿Las otras cuáles eran? Busco la playlist en Youtube y me pongo a escucharlas de a partes, como para refrescar la cabeza. Son casi todas tirando a bajón. La mayoría pop, rock pesadongo o techno, monótonos, poco alegres. Sí, creo que podría haber sido cualquiera. Pero bueno, me quedó marcada ésta. 
    
    Stop For A Minute la escucho entera. Por primera vez en años. Es más, creo que ni en pedacitos la había escuchado en este tiempo. No recuerdo haberla enganchado nunca en la radio, ni en playlists ni en lugares públicos. El reencuentro es movilizante. La escucho y siento esa mezcla de angustia y qué-se-yo. En todos estos años el proceso había sido inverso: cuando me encontraba en una sensación similar irrumpía en mi cabeza la melodía de la canción, y junto a ella la imagen, la escena, el momento. Y ahí podía comprender la incomprensión y pensar “Ah, bueno, es eso, estoy en esas”. 

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 Era mala. Buscarroña, manipuladora. Y muy astuta. Nos caía pésimo. Se llamaba Ámbar y entró en cuarto grado. Tenía el pelo castaño y los ojos, achinados, de un marrón apenas más profundo; un lunar cerca de la boca redondeaba una cara que se debatía entre lo angelical y lo demoníaco. Estuvo dos, quizás tres años y volvió a cambiar de escuela, peleada con sus amigas y, por supuesto, con nosotros. La tratábamos mal, con la liviandad que tienen los niños para ser crueles casi sin proponérselo. Ella sabía jugar ese juego también. Muy bien. Era más fina, más sutil. Quizás incluso mejor, quizás incluso (en general nos es más fácil pensar de las otras personas que esto es así) lo hacía a propósito. 

    Rogelio también era nuevo. Un chico bien. Vivía a metros del Patio Bullrich. Buen futbolista, atajaba en la escuela de Vélez. Muchas miradas se posaron en él. Entre ellas la de Ámbar. Pero Rogelio no le daba bola, entonces Ámbar –¡qué bicha!– se “agarró” a Valentín, uno de mis mejores amigos en ese momento y de las personas más enamoradizas que conocí. Era un chico pasional, sensible y calentón. Otro amigo me decía, para joderme, que Valentín gustaba de mí, por la forma en que a veces se me “pegaba” al lado mío. Él era así, un Milhouse. Era socialmente tímido, necesitaba recostarse en alguien. Quizás porque era de los más chicos del curso; yo le llevaba once meses exactos.

    Se pusieron de novixs. Y Valentín, romántico como era, cayó ante Ámbar como un saco de papas. Daba hasta miedo ver a alguien así de entregado. Lo hechizó como solo las canciones de amor más melosas se permiten concebir. Podían estar todo el día juntxs tomadxs de las manos. Era un espectáculo algo desagradable a la vista.

    La opinión general no aprobaba esa pareja. Intuyo –pero no recuerdo con precisión– que podía haber en el grupo de los chicos cierto olor a traición por parte de Valentín, quien se había unido con una persona non grata. Pero creo que no era tampoco el caso. Cabía, dentro de las reglas del juego de nuestro rechazo colectivo a Ámbar, la certeza implícita de que algo del estilo podía suceder; la hostilidad no era absoluta, y además, aunque fue algo que nunca nos atrevimos a consensuar en público, en el fondo de nuestros infantiles caparazones sabíamos que estábamos ante una chica seductora. Aún así, la desconfianza hacia esa relación se debía a ella. Se notaba que era la que manejaba los hilos entre ellxs dos. Había algo perverso en eso. Todo parecía indicar que estaba usando a Valentín para darle celos a Rogelio. Pero mi amigo estaba ciego de amor y se dejaba manipular. Por supuesto que cuando pudo, Ámbar lo dejó, confirmando sus planes. Con el pretexto de una pelea caprichosa, Valentín quedó en el más profundo de los destrozos. Se había comido la curva.

    Antes de que llegara ese desenlace yo pensaba mucho en ese tema. En todo lo que no me cerraba. En cómo me gustaría intervenir, si no tuviera la certeza de que yo no tenía nada que hacer ahí, no me correspondía, no iba a lograr que me escucharan. Creo que ni siquiera se me ocurría la posibilidad de poder hacerlo en serio. Pero igual lo pensaba. Podía estar horas imaginándome escenas donde lxs convencía, les hacía entender que su relación estaba mal, que ella estaba mal, él estaba mal. Lo hacía con gran autoridad retórica, en discursos perfectos que no solo eran certeros, correctamente argumentados, sino que eran hermosos. Yo era un héroe brillante, desinteresado y de mi postura y mis palabras brotaba una belleza resignada que era irresistible. En mis fabulaciones, mi presencia y mis parlamentos eran tan imponentes que, no conforme con darme la razón, Ámbar, además, se enamoraba de mí. Pero al insinuar su amor yo lo rechazaba con la misma pasionalidad solemne, la misma racionalidad poética con la que lo había atraído. Lo rechazaba, leal a vaya a saber qué, aunque ¿cómo no hacerlo? ¿O me olvidaba, acaso, que la odiábamos?

    Pero claro, estos no eran más que pensamientos tontos, distraídos, de esos que uno piensa en el baño o en la cama mientras no tiene otra cosa para hacer. Fuera de estos momentos estaba la vida, que continuaba su rumbo sin que nada de esto tuviera por qué intervenir. Y mi vida en ese momento no era mucho más que la escolaridad doble turno. Fuera de eso tenía algunas horas libres, así que después del cole llegaba a mi casa y, para matar el tiempo, jugaba a la play. Lo de siempre. 

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 La escucho y siento esa mezcla de angustia y qué-se-yo. En todos estos años el proceso había sido inverso: cuando me encontraba en una sensación similar irrumpía en mi cabeza la melodía de la canción, y junto a ella la imagen, la escena, el momento. La imágen en sí no es más que mi cuarto, una tele, una play, una silla y yo. Pero el valor agregado es que esa imagen viene adherida con sensaciones. El pecho. El pecho quiere implosionar, absorberse hacia dentro de sí mismo. La garganta. Está inquieta, un abismo parece separarla de todo lo demás. La cabeza lucha entre ese estado de vuelo inconsciente, de maquinación perpetua que proponían mis inquietudes, y la concentración inocua, la baba mental que significa jugar a la play. Los ojos están pesados, y la sequedad producto de mirar a la pantalla disimula que tienen ganas de llorar. Juego por inercia, juego sin saber por qué. Juego al PES en la play porque ahí, al menos, aunque no entienda por qué, sí entiendo a qué estoy jugando. Suena Stop For A Minute.