Celular (Café)
1
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Desde la mesita del living donde había quedado apoyado el celular se veía en línea recta el pasillo que desembocaba en la cocina. La pared izquierda del pasillo seguía su camino pasando a integrar la cocina, hasta intersectar con la pared que chocaba la vista desde el pasillo. En esa esquina había una mesa. Era el único mueble de la cocina que se apreciaba desde el living; el resto continuaba hacia la derecha. La pared de ese lado del pasillo, tras cinco metros acompañando a su par izquierda, se abría en un ángulo recto, formando la pared de la cocina donde apenas doblando, en un pequeño mueble, se apoyaba el teléfono fijo, que empezó a sonar.
Del sillón del living se levantó una persona. Con cierta pereza se fue sentando, pasó sus manos por sus ojos y cara, se acomodó el pelo y finalmente quitó la manta que tenía encima para incorporarse y atender el teléfono.
–¿Hola?
Atendió con voz de dormida. Sonrió.
–Ah, ¿qué hacés? ¿Cómo te fue?
Si bien el aparato no llegaba a apreciarse, la mitad del cuerpo de Patricia asomaba a la vista desde el pasillo. Estaba parada enfrente del mueble del teléfono pero con el cuerpo apenas orientado en diagonal, apuntando hacia la heladera.
–Uh, sí, es que lo apagué un rato, me había tirado a dormir una siestita. No sabés, me agarró un sueño que no llegué ni a lavar lo del almuerzo. Me quería hacer un café per... –Calló.–Me estás jodiendo.
Dijo esto último con voz bajita, algo débil, y seria. Su rostro empalideció levemente. Escuchó en silencio. Mientras, empezó a jugar enrulando el cable del teléfono con la mano libre.
Casi opuesta a la mesa estaba la pileta, que rompía el tenso silencio con el ruido de delicadas gotas rebotando sobre un plato que esperaba ser lavado.
–¿Y quieren que sea ya?
Ya no estaba con el cuerpo apuntando a la heladera, sino que se movía bastante. La canilla goteaba pero muy lentamente, apenas perceptible al oído.
–O sea que ya te quedás ahí...
Ahora el jugueteo con la mano se había mudado al pelo. Giró su cabeza hacia la mesa. Había sido hecha especialmente para entrar ahí. Dos de sus lados colgaban fijos a la pared. En el vértice opuesto, los otros dos lados apuraban su encuentro con una leve curva, y de su intersección bajaba la única pata de la mesa, en su único ángulo que no era recto.
–Qué lo parió... Bueno, voy a ir para allá, dale?
En la mesa solo había un vaso vacío y una botella, aún con un poco de agua. Un rayo de sol provenía de la ventana que estaba entre la pileta y la mesada.
–Chau, suerte. Te quiero. Nos vemos.
Patricia colgó el teléfono. Dio un suspiro. Se sentó un momento en la silla junto a la mesa, tomó un vaso de agua. Luego fue hacia el lado de la pileta. Se escuchó cómo abría la canilla y lavaba un par de cacharros.
Después el ruido del agua dejó de sonar, y Patricia asomó por el pasillo. Al pasar por la mesita del living agarró su celular. Tenía la mano aún tibia por la siesta, pero tensa. Guardó el celular en el bolsillo del pantalón. Luego, en su cuarto, lo pasó a una cartera grande junto a una muda de ropa, una manta, un libro, llaves, billetera y un neceser.
2
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Recién sacó y prendió el celular cuando ya estaba viajando en el colectivo. Se dirigía al Sanatorio Otamendi. Gastón, su hijo, estaba internado allí. Unos estudios le habían detectado un tumor y lxs doctorxs recomendaron enfáticamente que lo mejor era extraerlo cuanto antes: lo habían detectado a tiempo. La operación, en efecto, no debía presentar complicaciones. Pero Patricia estaba muy preocupada. Era la primera vez que sucedía algo así desde que Gastón se había ido a vivir solo, hacía ya un par de años.
Se bajó en Santa Fe y caminó por Azcuénaga rumbo al hospital, mientras atendía algunos mensajes de Whatsapp, que contestaba con mensajes de voz. Llegando a la esquina con Marcelo T. vió al pasar un quiosco. En un estante superior al mostrador donde estaban las golosinas había una colección de peluches, y a Patricia le pareció ver uno muy parecido al que tenía Gastón cuando era chico. Le vino una escena a la mente, un flash de una noche veraniega; un Gastón de no más de siete años revolcándose en el piso a carcajadas, jugando con su padre y sus peluches en el piso de su cuarto.
Decidió que más tarde bajaría a comprarle ese peluche. Le pareció un gesto tierno, sentía que lo ayudaría a estar protegido y acompañado durante la cirugía. Además, aprovecharía para comprarse un café, que quería tomar desde la sobremesa. Pero prefería hacer todo eso después de haber visto a su hijo. Se fijó en el celular el número de habitación mientras entraba al edificio. Mientras subía las escaleras se preguntaba si Gastón le habría avisado a Daniel. Suponía que no. Guardó el celular en la cartera y entró a la habitación.
–Hola, Gas, chiquito, ¿cómo estás?
–Hola, ma. Bien. Bah, digo, dentro de todo, bien. ¿Vos?
–Y, qué querés que te diga. Mis cosas bien, pero me preocupás vos. ¿Hubo alguna novedad?
–No mucho más que lo te conté por teléfono, están haciendo unos estudios complementarios pero por lo que me dijeron está todo okey como para operar en un rato.
–Bueno, mejor.
–Sí, podría haber sido peor.
–Es una linda habitación, eh.
–Jej, sí, es linda.
Se escuchó un suspiro.
–Ya hablé con Julieta, en un rato está por acá. A las 18 se tiene que ir para la facu, me va a dejar las cosas. Me dijo que estaba reventada, pobre, tiene que rendir un parcial hoy. Mañana va a estar más despejada.
–Sí, yo también hablé.
–Escuchame, ¿a Daniel le contaste?
Otro suspiro, pero distinto.
–No.
–¿No querés que lo llame? Lo quieras o no es tu papá. Además, si no se entera de estas cosas después cómo querés que...
–Y, pero si él tampoco me habla, mamá. Mirá, si vos querés decirle... allá vos. Yo no lo voy a llamar.
–Permiso...
–Hola, qué tal. Patricia, soy la madre. ¿Usted es el doctor?
–Un enfermero. Juan, encantado. ¿Y, ya te pusiste cómodo? ¿Cómo estás?
–Y, dentro de todo...
–Muy bien. El doctor ya está preparando todo, en veinte minutitos cortamos las visitas y empezamos, ¿dale?
3
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Patricia se distraía mirando Facebook en el hall del hospital. Pensó en ir a un bar a merendar. En el quiosco donde compró el peluche no andaba la máquina de café. Era una de las máquinas buenas, más caras. No quería un café de máquina del hospital. Tampoco tenía ganas de ir a la cafetería ahí, en realidad lo que quería era salir de ese ambiente tenso de hospital. Pero en eso estaba cuando la vio llegar a Julieta. Venía cargada: una carpeta entre su brazo izquierdo y su cuerpo, una bolsa de tela grande en la mano derecha, además de su mochila negra con el pañuelo verde en la espalda. Se saludaron, Julieta acomodó sus cosas en los silloncitos del hall donde estaba Patricia y charlaron un rato, buscando nimiedades. Aunque ella no quería, le ofreció comprarle un café. Pero la máquina del hospital no le aceptó los billetes. Le ofreció entonces ir a la cafetería, pero Julieta le dijo que no hacía falta, que estaba bien. Luego sacó unos apuntes de su carpeta y comenzó a repasarlos. Patricia le hizo compañía.
Llegó la hora en que Julieta se fue caminando hacia la facultad. Era una chica divina. Andaba con una gracia que contrastaba entre la muchedumbre gris de oficinas y hospitales. La tarde se había puesto de ese gris también, aunque empezaba a oscurecer. El viento era fresco y amagaba con traer gotas. “Dios mío...”, pensó Patricia. Una pareja cruzaba la entrada tomada de la mano, la mirada desanimada, el silencio tajante.
Se decidió a llamar a Daniel. Buscó su contacto en el celular. Suponía que seguía teniendo ese número. Hablaban solo cuando era necesario, un par de veces por año. Evitaban verse en fiestas. Llamó y esperó mientras marcaba, pensando en lo que iba a decir. Se activó el buzón de voz. Volvió a llamar. Esta vez Daniel atendió.
–¿Hola?
–Hola, ¿Daniel? –habló con el tono con el que se habla por teléfono para pedir un turno.
–Patricia, ¿qué tal, cómo andás? –su voz canchera, como cuando quiere impresionar a un cliente con su seguridad.
–Bien, ¿vos? –odió su sonrisa impostada al decirlo.
Lxs dos percibían la incomodidad de esas primeras frases de cortesía, actos reflejo de toda conversación oral, inevitables aún en casos como este, de dos personas que quizás preferirían ir al grano lo antes posible, para evitar estirar ese momento tenso.
–Bien. Todo bien.
–Me alegro –basta ya, pensó Patricia–. Oíme, te llamaba porque...
–Sí... –esperaba con expectativa Daniel, que detrás de la pantalla se moría de extrañeza.
–Para contarte, que... –no le salía formularlo fácil–. Gastón se fue a hacer unos estudios...
–Ajá... –ya empezaba a distraerse.
–Y, cuestión que... –estiró la “e”– le encontraron algo. Un... un tumor. Y bueno, está estable pero se lo querían sacar cuanto antes, así que está en el quirófano.
Sus tonos empezaban a ser más naturales.
–Uhh, qué cagada. ¿Y qué necesitás, que lo lleve después a su casa?
–No, Daniel, no “necesito” nada. Te estoy contando que están operando de urgencia a tu hijo. No sé, me pareció que te podía interesar –largó con bronca, gritando bajito, hablando rápido.
–Por supuesto que me importa, Patricia. Me estaba ofreciendo a ayudar...
–Te agradezco. Creo que no necesitamos nada. Yo estoy acá, en el Otamendi. Por si querés venir.
–Okey. Voy a ver si llego, tengo algo de trabajo pero seguro se me arma un hueco.
–Chau, Daniel –Se cansó de la indiferencia de su ex marido.
–Chau.
Cortó y exhaló fuerte y con bronca, se mordió el labio inferior con el superior, gesticuló en silencio. “Pero por favor...”, hundió el pulgar y el dedo índice de su mano izquierda en cada ojo cerrado. Se había olvidado de que quería un café. Afuera estaba horrible. Adentro también. Guardó el celular. Intentó leer.
4
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Finalmente se resignó a ir la cafetería. Le había agarrado un hambre feroz. El chico que atendía en el mostrador era joven y extranjero. De la edad de Gastón, más o menos. Patricia le pidió un tostado y un café con leche y se sentó en una de las mesas individuales. Una tele aturdía con el noticiero encendido. El chico del mostrador le llevó lo que había pedido. Revolvió el café aún sin haberlo tocado. Chupó los restos de espuma que habían quedado en la cuchara. Dudó si ponerle azúcar. En general, en su casa le ponía, porque le gustaba hacer el café fuerte. Pero el de acá probablemente tuviera demasiada leche y poco gusto a café. En ese caso, ponerle azúcar lo haría quedar demasiado dulce. Mientras cavilaba oyó que la llamaban. Era Juan, el enfermero, que desde la entrada a la cafetería le hacía un gesto para que se acercara al pasillo. Tenía una planilla y varios papeles en una mano. Patricia fue. Él le habló con expresión severa pero segura, tranquila. Ella, en cambio, no dejó de mostrar nerviosismo. Estuvieron en el pasillo hablando por un minuto y medio. Luego Patricia volvió hacia la mesa caminando rápido, apenas si llegó a guardar el celular en su cartera y volvió hacia el pasillo donde el enfermero la aguardaba mientras le pedía al chico de la cafetería que por favor le cuidara las cosas.
5
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Regresó a la hora. Se sentía exhausta. El joven mozo le había guardado la cartera y su abrigo en el lado de adentro del mostrador. Le devolvió sus pertenencias y le ofreció calentar el café y el tostado. Patricia se sintió muy agradecida. Eligió la misma mesa donde estaba antes de que Juan la llamara para chequear algunas cuestiones de la historia clínica y rellenar algunos trámites protocolares. La operación transcurría sin gravedad aunque se había extendido bastante más de lo esperado. Patricia se dejó caer en la silla. El televisor ahora pasaba un partido de fútbol que nadie miraba. Dos personas sentadas en una mesa conversaban rápido en voz baja. El chico en el mostrador bromeaba con una enfermera que le compraba una gaseosa. Patricia entrecerraba los ojos. La luz fuerte de la tele le daba un poco de dolor de cabeza. Le estaba volviendo el hambre y eso también se sentía molesto. El mozo le trajo su pedido recalentado. Le dio un trago al café, como para cortar la sequedad en la boca, y a continuación atacó el tostado. Cuando se sacó un poco la necesidad de comer, volvió al café. Tomó despacito, saboreando en la boca. Cerró los ojos. Tragó lento, exhaló hondo mientras sentía cómo el calor del líquido iba bajando hacia su estómago. Tomó otro trago junto a un largo respiro. Luego abrió los ojos. Seguía aturdiéndola la luz fría, el televisor, los ruidos, el olor a hospital. Todo eso se le subió a la cabeza, sin dejarla pensar con claridad en nada. Se le nublaron los ojos y empezó a lagrimear. Luego se volvió llanto. Se desahogó por un rato y de a poco empezó a respirar, a ver y hasta a pensar con mayor normalidad. Terminó lo que le quedaba del café. Se quedó pensando en las mesas de la cafetería. Eran como cuadrados pero con sus ángulos curvos; le hacían acordar a la mesa de su cocina.
Esta vez el que la llamó fue el doctor a cargo, que se acercó hasta donde estaba ella.
–Patricia, la operación ya terminó. Salió todo bien.
6
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Se sorprendió cuando lo vio entrar. Había bajado de casualidad para comprar un café y ver si conseguía algún diario. Afuera el cielo se había despejado pero la mañana igual estaba fresca. Sin embargo Daniel no traía puesta campera. Tampoco vestía anteojos oscuros ni hablaba por teléfono. Patricia pensó que quizás desde hacía cinco años lo recordaba malintencionadamente en esa postura. En cambio ahora entraba al hospital con anteojos de visión. Se había afeitado. Su mano izquierda se aferraba a un peluche muy parecido al que ella había comprado ayer.
–Hola –En la voz de Patricia todavía había algo de sorpresa.
–Hola.
–Qué... qué bueno que viniste.
–Es mi hijo. Cómo no iba a venir.
«Y, no sé, cuando se graduó del secundario parece que pensabas otra cosa» pensó Patricia. Pero la dejó pasar. Daniel agregó:
–Tuve que meterle al laburo cuando cortamos ayer para poder reacomodar toda la agenda. Hoy y mañana me los tomo.
Esta vez Patricia disimuló su grato asombro cambiando rápido de tema:
–Ese peluche... –dijo apuntando hacia él con la cabeza.
–Ah, sí... –apenas se sonrojó– Para Gasti, lo manoteé de la recepción de la oficina. Era esto o traerle una lapicera.
Ambos asomaron una tímida risa.
–Qué bien –aprobó Patricia–. ¿Sabés qué habitación es?
–No.
–117, es en el segundo piso, subís por allá.
–Dale. Vos no...? –Insinuó.
–No, no, subí tranquilo, yo tengo que hacer un llamado, vuelvo en un rato –dijo sacando el celular. Pero era mentira. No tenía ganas de subir con él.
Daniel asintió y fue hacia los ascensores. Había más movimiento a esa hora en el hospital. Pero era un movimiento más tranquilo. Rutinario, conocido, seguro. Incluso el olor a hospital era más agradable ese día. Pero, aunque menos alerta, menos estresada, a Patricia la seguían invadiendo sensaciones extrañas. Salió a dar una vuelta por Santa Fe, a tomar aire, mirar vidrieras, distraerse un rato. Total, tenía que hacer tiempo. La calle estaba llena de ruidos que apenas escuchaba. Repasaba todo lo que había sucedido desde el día anterior, cuando estaba por tomarse un café a las dos de la tarde de un día normal. Ese café que no había podido tomarse, y ese otro, mucho más tarde, después de tantos otros frustrados. Ese momento de desahogo, esa bisagra. Se le cruzaban las caras y las sensaciones de las personas con las que había interactuado, de lxs enfermerxs, de Julieta, del chico de la cafetería, de Gastón, del doctor, de Daniel. Caminó bastante: mientras sus piernas se movían, su cabeza sin darse cuenta –y sin querer– se detuvo a analizar la irrupción de Daniel. No podía poner de acuerdo a sus emociones. Una parte de ella recibía su llegada con recelo. Eso no sorprendía. Lo novedoso era él. Esta vez, la desconfianza parecía más infundada. A Daniel se lo veía más enfocado, menos pedante. Era eso lo que la confundía. Cuando él se comportaba como un pelotudo a secas era más fácil tenerle rencor.
Un taxi le tocó bocina. No lo vio doblando, empezó a cruzar y casi se la lleva puesta. El tachero frenó justo. Patricia retrocedió, y luego dudó entre cruzar ella o dejar que pase el taxi. Terminó pasando lo segundo, no sin que antes el tachero le dedicara unas palabras.
Regresó al sanatorio. Una mujer salía con su bebé envuelto en brazos. Detrás iba su pareja cargando bolsas y mochilas. En el hall de entrada sintió calor. Podía percibir el ruido de los aires acondicionados, el olor. En la recepción un señor discutía con la chica de la ventanilla. Dos señoras grandes se abrazaban en el sector de los sillones. Patricia calculó cuánto tiempo había estado afuera. ¿Seguiría Daniel arriba? Se acordó de que, antes de su llegada, había bajado para buscar un diario. Así que fue a buscar uno a la cafetería. Pidió prestado un La Nación abandonado y encaró hacia el pasillo. Bajando del ascensor se lo encontró de nuevo.
–Se lo vé bien –dijo él en tono amigable–. Digo, dentro de todo.
–Sí, está más tranquilo.
–¿Estaba muy mal ayer?
Ella meneó la cabeza, insinuando que sí pero no tanto. En verdad se daba cuenta de que la que estaba mejor era ella. Daniel pareció percibir el devenir reflexivo de su pregunta porque cambió de tema:
–La verdad parece impecable el sanatorio. La habitación es linda, eh.
Patricia asintió mientras se apiadaba pensando en el encuentro de Daniel con Gastón minutos atrás. ¿Habrían podido sostener una conversación más o menos agradable?
–Sí, está muy bien. Hacía mucho no venía.
–Yo hace no mucho estuve con Claudia en Los Arcos y no estaba tan bien como acá. Aunque ahí la vista al tren es privilegiada, no será puerto madero pero...
–Bueno, acá si hacés mucha fuerza en mirar para abajo... el tren no, pero ves el subte.
Rieron. El afeitado le agregaba ternura a sus gestos.
–Bueno, por ahí te pasás por la zona de radiografías y en una de esas salís tirando rayos por los ojos.
No se sentía tan incómoda hablando en ese momento. Fue a por la artillería pesada.
–¿Claudia cómo está?
–Ahí anda, bien –sonó con más culpa por decirlo que lo que le molestó a ella escucharlo.
–Los chicos, ¿todo bien?
–Sí. ¿Vos?
La miraba a los ojos, los de él agrandados por los lentes. Hacía mucho que Patricia no le veía los ojos, tantas veces ocultos por el polarizado de los anteojos de sol. Los lentes, en cambio, le daban un gesto más empático a la mirada. Daniel ya no era el hombre del que se había enamorado, por supuesto. Pero tampoco del que se había divorciado. Quizás era una locura pensarlo, pero quizás podían reponer un poco su relación. Y esa duda se transformó en certeza porque se dio cuenta de que podía estar ante un momento bisagra, y eso le dio una idea:
–Bien, bien. Che, ¿querés tomar un café?
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