Los amigos - reescritura
En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras. En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Hace años no se veían y aunque Beltrán sabía que Romero era un tipo inteligente le costaba no subestimarlo. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café y del auto. Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos la torpeza de la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido —y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo— todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.
Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. El otro día, incluso, Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.
A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció enseguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Caminaba con la mano izquierda en el bolsillo y la cabeza en alto, atento a lo que tenía alrededor. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Sin embargo Romero se quedó allí donde estaba, buscando algo con la mirada. Antes de que Beltrán se impacientara, Romero encontró el auto con la vista. Exactamente en ese momento, puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Pero el rostro de Romero no fue de sorpresa. En cambio, entró a reír. El coche explotó. Su ruido se confundió con el de cualquier petardo de una movilización en el centro porteño.
A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció enseguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Caminaba con la mano izquierda en el bolsillo y la cabeza en alto, atento a lo que tenía alrededor. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Sin embargo Romero se quedó allí donde estaba, buscando algo con la mirada. Antes de que Beltrán se impacientara, Romero encontró el auto con la vista. Exactamente en ese momento, puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Pero el rostro de Romero no fue de sorpresa. En cambio, entró a reír. El coche explotó. Su ruido se confundió con el de cualquier petardo de una movilización en el centro porteño.
Romero siguió caminando hacia el bar, pensando que la última visión de Beltrán había sido la de un tal Romero, un amigo del hipódromo en otros tiempos. Se sentó en la mesa donde lo esperaban.
–Listo, Número Uno –le dijo–. Beltrán ya está liquidado.
–Lo felicito, Romero. O como ahora debo llamarlo: Número Tres.
–Por favor no se olvide de avisarle a los gallegos que todo salió bien.
–Lo haré, Romero, lo haré –miró la hora–. ¿Un cortado?
Las dos primeras catálisis las incorporé para agregar elementos que anticiparan el nuevo final. La primera, en medio de los pensamientos de Beltrán sobre su relación con Romero y su próximo encuentro, insiste en la confianza ciega que tenía Beltrán a pesar de que Romero no era ningún tonto. La segunda, una acotación de cómo Romero llega al momento del encuentro, pasa desapercibida como una simple descripción visual, pero contiene dos elementos que resultan importantes para entender lo que sucedió a continuación: la cabeza alta porque está expectante a algo que va a pasar, y la mano en el bolsillo, porque allí va a accionar la detonación.
El diálogo lo introduje dentro del núcleo reemplazado para darle entidad a elementos que terminaran de esclarecer la resolución y la historia oculta. Lo hice casi sin aclaraciones del narrador para que adopte un clima más misterioso, confidencial. Decidí que la última frase sea “¿Un cortado?” para cortar con ese ambiente, introduciendo algo más cotidiano y que además está por fuera de lo que se venía hablando, dando a entender que lo anterior (y por ende, el cuento) ya se cerró.