Cierta ocasión en la secundaria organizamos un concurso de anécdotas. Más bien, de anecdoterxs, porque es sabido que ninguna historia es buena si no está bien narrada, y de ahí que la gente que cuenta bien anécdotas siempre tenga, además, buenas experiencias propias para contar. Uno de mis candidatos al título de mejor anecdotero del colegio era Mati, quien, lamentablemente, era parte de la organización. Eso no le impidió participar, pero sí estar más contenido, elegir una anécdota de poco vuelo, no destacar; jugó para rellenar. Pero trajo a la persona ganadora. Habíamos previsto, más allá de la difusión abierta y general, hablarle por privado a algunxs amigxs que, considerábamos, estaban a la altura de competir, para asegurarnos que haya un mínimo de gente y que además sea gente de un nivel aceptable. Y Mati trajo a Mecha. Era también amiga mía y muy graciosa, pero un poco tímida. Yo había probado suerte convocando a otra persona de características similares pero no se animó a participar. Y en verdad, pensaba que el trofeo quedaría en manos de uno de esos cancheritos que gustan de meterse en la militancia desde temprano sin perseguir nada más que a su ego, alejándose después de un tiempito ganando contactos y algunas historias de rosca que, exagerando partes e inventando otras, iban contando con aires de superioridad. Pero cuando llegó la hora de revisar la cantidad de inscriptxs y ver quiénes eran, prejuzgando el nivel de cada unx y arriesgando un nivel general de la competencia, Mati no solo decía que Mecha estaba para ganar, sino que en su cara se veía su certeza de que la sola participación de nuestra amiga justificaba toda la competencia. Una tranquilidad que solo pude entender cuando escuché la anécdota.
Tiempo después me enteré de que la primera vez que la contó fue en un viaje al norte del país que realizó junto a otrxs amigxs, entre ellxs Mati. No recuerdo bien qué recorrido hicieron ni por qué parte andaban. Debió suceder en un poblado chico, supongamos que en Iruya, una noche estrellada de primavera. Habían alquilado una pieza, la más modesta que la mente pueda recrear. Apenas si cabía en la definición de tener cuatro paredes. Era, en efecto, un sucucho, una habitación que debía tener dos camas marineras; uno o dos estantes de madera, de esos grandes, antiguos; un baño de canilla que queda goteando; quizás una mesa con sillas y no sé si mucho más. Encima, con partes a medio terminar. Tenía una ventana sin marco ni vidrio que daba a la construcción vecina y un acceso a una especie de terraza, también a la intemperie.
Habían salido a observar las estrellas (eso es lo que me dijo Mati la última vez). Mecha, Lara, Nati y él llegaron a la casa; Julián y Rama (los nombres los estoy inventando) se distrajeron unos momentos más. Ya adentro, el primer pelotón se habrá dispuesto a prepararse para dormir o simplemente se habrá puesto a charlar. Pasado un tiempo prudente, llamaron a la puerta. Mati fue a abrir, convencido de que eran los otros dos. Pero en cambio se encontró con un señor. Lo imagino con ropa de gaucho. Lo supongo también flaco y algo alto, tambaleante, de hablares incomprensibles y aliento a alcohol. Mi amigo lo habrá mirado sorprendido, quedándose frente a él, a la espera de alguna reacción de la otra persona. Quizás hasta haya llegado a preguntarle si se le ofrecía algo. El hombre amagó a entrar. Mati lo impidió empujándole la puerta en la cara. Pensemos la puerta de ese lugar: vieja, pesada, maltrecha; no debía cerrar con facilidad. Desde afuera, el hombre insistía con meterse. Las chicas debieron de ir a ayudar a Mati a forcejear hasta poder cerrar bien la puerta.
Fue un momento muy tenso. No habrá sido más de un minuto, y sin embargo cambió la pinta de la noche. Me imagino a Mati jadeando, con los ojos bien abiertos, largando un "Qué..." pero sin saber si a continuación decir carajo, mierda, o simplemente dejarlo en ese qué. Creo recordar a las tres chicas pálidas, Lara comenzando a llorar, Mecha al borde. Repasemos: que ese hombre estaba ebrio era seguro. Probablemente se había confundido de casa. Pero, ¿y si no? ¿Y si estaba alcoholizado y violento y era peligroso y quería entrar a... vaya a saber qué? En ese caso, había un problema: la ventana a medio terminar.
No tengo el detalle de cómo siguió la escena. Quizás hayan hablado mucho, rápido y en voz alta, poniendo en común la necesidad de tapear de alguna forma esa ventana; quizás hayan quedado en silencio luego de decir que ya había pasado, mientras todxs pensaban, pero sin querer nombrar, en la segunda posibilidad. Al tiempo llegaron Julián y Rama, quienes habrán intuído que algo acababa de pasar. Quizás se hayan comido alguna puteada. Les habrán explicado. Julián habrá hecho algún chiste que a nadie le dio gracia. Mati y las chicas seguían alteradxs.
Y en algún momento, Nati habrá decidido que ya era hora de cortar con el mal trago. Habrá sacado una cerveza, o lo que tuvieran de alcohol. Se las habrán arreglado para formar una ronda en algún lugar de la pequeña habitación. Me lxs imagino alrededor de las camas, los colchones chiquitos, la madera crujiente. Y ahí Mecha se habrá dado cuenta de que esa anécdota podía servir para distender el ambiente.
– Ya sé! La otra vez me pasó algo muy gracioso. Es bastante asqueroso, pero yo sé que les va a gustar, se van a reir.
« Fuimos con Azul a su casa después de haber cenado en La Mezzetta. Cuestión que llegamos y, naturalmente, necesitábamos ir al baño. Azul me dice que vaya al del pasillo mientras ella usaba el suyo. Voy y hago lo que tengo que hacer. Hasta ahí, todo tranca, aunque por más que con la familia de Azul ya hay confianza, el baño ajeno a mí siempre me pone un poco incómoda. Así que nada, estaba ahí, atenta a no tardar mucho, a no hacer mucho ruido, en ese flash. Termino, me limpio, tiro la cadena y no funciona. No funciona, momento dramático. Bueno, pensé, hay que esperar un toque a que cargue y tiro de nuevo. Lo hago y no pasa nada. Momento super dramático. Qué carajo hago. Porque a todo esto no había chance de que la familia de Azul se enterara, no iba a salir sin solucionar el asunto, sencillamente no estaba en mis planes. Busco un balde y lo más parecido que encuentro es el tacho de basura. Le saco la bolsa, que estaba vacía, y lo lleno con agua. Vieron que llenar un balde en la pileta salpica agua para todos lados, y yo no quería más problemas, así que estaba muy cuidadosa. Porque encima ya debía de estar enterada toda la casa de que algo raro estaba pasando. Bueno, tiro el agua del balde al inodoro: el sorete no se va. La yuta madre. Pruebo de nuevo y nada, seguía ahí.
« Me quedé pensando qué hacer y de golpe escuché un ruido. Me pareció que era Azul, que me estaba llamando. Ya está, pensé, se dieron cuenta que estoy tardando mucho, me van a preguntar si me pasa algo. Humillación total. Por nada del mundo quería pasar por esa situación así que para anticiparlo abrí la puerta y asomando la cabeza al pasillo le pregunté qué pasaba. Al final Azul estaba hablando con el hermano, o sea, yo ya era una loca que estaba alucinando cosas. Y aún así todavía tenía que hacer algo con ese sorete.
«Entonces hice lo único que se me ocurrió, que fue agarrarlo con la mano y ponerlo en la bolsa que estaba en el tacho. Sí, con la mano. Te juro que no se me ocurrió, es que ¡estaba en medio de una situación muy estresante! Okey entonces tengo el sorete adentro de la bolsa, me lavo las manos, le hago dos nudos bien potentes, no vaya a ser que... no? Bueno, me lavo la manos de nuevo por las dudas, y ahí lo que hice fue (yo tenía un buzo de esos con un bolsillo grande en la panza) meter la bolsa en el bolsillo y salí del baño y crucé rápido hacia el otro, el que estaba al lado del cuarto de Azul. Imaginate lo que habrá pensado ella cuando me vio saliendo de un baño y entrando al otro, "¿¡qué le pasa a esta chica!?". Y para colmo llego al baño y veo que la cadena estaba cargando. No de nuevo, decía. Bueno, pero sí, no voy dejar que me pase otra vez, pensé. Aproveché para chequear que en el bolsillo la bolsa estuviera en orden (me lavé las manos de nuevo) y me quedaba ir al toilette que está abajo.