–Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en aquella época. Sobre todo porque me resultaba casi imposible poder despertarme antes del mediodía. Ese verano fue de los más calurosos de los que yo tenga memoria. Por eso aquel día me desperté temprano. Lo del asesinato era premeditado, pero lo había pensado más bien para el atardecer, en general no activaba hasta cosa de las cinco. Era vago, pero ¡cómo me divertía! Trabajaba de noche, en la fonda cerca del lago, en las afueras, del otro lado de la estación. Era de un tío mío. Bah. Trabajar, lo que se dice trabajar... Bueno, aguarda, que no era para cualquiera lo que yo hacía. Parece una pavada, pero trabajar ebrio todas las noches no es para cualquiera. En realidad, estar muy ebrio de por sí no es para cualquiera. Quiero decir, lo que aporta el tener que trabajar es darle gracia a la borrachera, te obliga no solo a tener que mantenerte de pie, que ya de por sí es un logro, sino a aprender a dominarlo. A entender cómo es la danza que maneja tu cuerpo tambaleante, cuál es la nitidez real de todo aquello que tu vista te presenta borroso, y qué ajustes hay que realizar sobre tus razonamientos. Yo, por ejemplo, ya tenía calculado que a la hora de llevar una bandeja con vasos de cerveza, debía cargar dos menos de los que pensaba que podía llevar sin que se me cayera todo. En fin, por ese entonces era todo un arte. Recuerdo que se hacían concursos entre empleados de todo el condado, y verlos dominar el tambaleo con tanto estilo... era como asistir a una obra de ballet. ¡Cómo nos alcoholizábamos por esos tiempos! En invierno era necesario. El frío penetraba los huesos y la caminata de vuelta a casa solo podía ser menos dura por el reconforte de las bebidas blancas. En verano, era una tentación. El clima a la noche era ideal, y nos quedábamos tomando y charlando en la taberna hasta el alba. Claro que con el calor, la resaca al día siguiente se sentía mucho más. ¡Lo que pegaba el calor! Aquel día no debían ser ni las ocho que ya el sol te perforaba. Con decirte que hasta el gallo se había dormido, vencido por el sopor de estar frente a ese clima. Conmigo fue al revés, el calor me despertó, pero bien podía dar sueño. Y eso que era un buen gallo, eh. No nos duraban mucho los gallos. A mi padre le gustaba mucho el guiso de pollo. Con que bajara un poquito la temperatura, menos de 59 grados (Fahrenheits), y ya exclamaba “Hace frío”. Y eso significaba “adiós, pollo”. Y ya que nombro a mi padre volvamos a su asesinato, que me fui por las ramas. Perdón, es que entré a hablar del calor y me dejé llevar. Ese día un poco también me dejé llevar. No con lo de asesinarlo, claro, sino con cómo. Entonces por el calor me desperté temprano, mi padre todavía dormía porque no había cantado el gallo, y me dije “Debo aprovechar para liquidarlo ahora, después me queda tiempo para ir al lago y descansar”. Y me dejé llevar también en el arma. Yo tenía pensado usar un revolver, pero en el momento tenía un cuchillo a mano ahí en la cocina y... qué rayos, agarré el cuchillo y fui con eso. Un poco porque ya estaba ahí, además no quería despertar a mi hermano. Pero sobre todo porque al lado de mi padre estaba mi madre, durmiendo en la cama, y tenía miedo de calibrar mal y terminar dándole a ella, con el viento que hacía... ¡Qué viento que hacía! Como decía recién, con lo del calor me fui de tema, dejé de hablar de lo importante. ¡No era el calor el que hizo que me despertara temprano, fue el viento! Días calurosos hubo todo ese verano y todos los veranos. Pero viento, pocas veces así. Imaginate, viento caliente y potente, que te volaba de la cama. Porque al calor te lo aguantas cuando viene una brisa fresca, pero con un viento como el que te digo no tienes con qué refugiarte. Encima no te hablo de un viento y un calor seco, que es terrible, pega y te duele, pero te ocultas del sol bajo una sombra y de la ráfaga con una pared o tronco grueso y ya está. ¡Nada de eso! En mi pueblo el calor era húmedo, y aún más cuando llovía. ¡Y cómo llovía ese día! Qué digo llovía, diluviaba. Eso fue lo que me levantó de la cama. No había techo que pudiera con la intensidad de ese aguacero. Ni paredes, porque por el viento el agua entraba de costado, entraba por todos lados. De por sí, mojarse no era lo peor, porque por el calor ya estaba tan transpirado que casi daba igual. Pero el ruido que hacía la lluvia contra el techo de chapa... cómo olvidarlo. Y encima por el viento caían ramas, pájaros, era un descontrol. El resto de mi familia dormía en un piso inferior, a mí me habían hecho una recamara en el altillo, dado que por mi trabajo vespertino tenía los horarios al revés; de esa forma podía dormir hasta tarde sin que me molestara. Como dormían abajo no escuchaban semejante alboroto que venía del techo de chapa. Claro que también ese cuarto en el altillo tenía sus ventajas. En días como ese, de lluvia fuertísima, podía ver por la ventana cómo se inundaban hasta las azoteas de las casas más bajas, desde la seguridad de mi recamara en el altillo. ¡Caray, si crecía el río cuando llovía! Incluso las calles principales se cubrían con más de dos metros de agua, y el pueblo pasaba a tener canales en vez de caminos. Todos teníamos alguna balsa o bote aunque sea improvisada para esos días. Recuerdo uno, en la primavera del 1870, donde el sol brillaba después de una semana de intensa tormenta, y todavía quedaba mucho por drenar, que a eso de las doce mi hermano subió a despertarme gritando exaltadísimo: “¡Mira! ¡Mira allí, pasando la barbería! ¡Se divisa un velero!”. Sí, así como has escuchado: un velero navegando en medio de las calles del pueblo. Fuimos a verlo cuando amarró unos momentos en la plaza del centro. Era de unos holandeses que sabrá Dios cómo se habían extraviado intentando llegar a Richmond, y ahora andaban errantes por cuanto río o lago se les cruzaba. Mi hermano y yo entablamos conversación con uno de ellos. Hablaba poco inglés, pero pareció que le agradamos. Quiso convencer a mi padre de llevar consigo a mi hermano. “No quiero.”, les contestó. Mi padre era así, inexpresivo, de pocas palabras. Todavía recuerdo las últimas que dijo, cuando me vio con el cuchillo pronto a clavarlo en su pecho. “No lo hagas”, me dijo. ¡No lo hagas! ¿A tí te parece? Lo que enfurecí cuando oí eso. Porque si me hubiera dicho otra cosa, quién sabe, quizás me acobardaba, o apiadaba. Pero decirme eso... ¡en ese momento, en esa situación! ¡Hay que tenerle más respeto a alguien que está por asesinarte! ¿Quién está con un cuchillo en la mano a punto de matar al otro, yo o tú? ¿Acaso alguien te preguntó tu opinión en el asunto? Vaya que eso me llenó de rabia. Pero bueno, en retrospectiva, lo entiendo a mi padre. No era una forma digna de morir. Más bien, no era un buen momento. Por la tormenta fue muy difícil dar con el cura para poder hacer un entierro como corresponde. Además, la lluvia y el sol hacían crecer unos matorrales muy arduos de controlar en el cementerio, y todo el lugar se llenaba de mosquitos. ¡Si nos habrán picado los mosquitos! Eso fue lo que me despertó temprano, un maldito mosquito que se dedicaba a merodear mi cara. Aunque claro que los mosquitos no eran tan problemáticos como las ratas. Esos días de lluvia y lodazal las ratas hacían estragos, se comían los pies de los cadáveres enterrados... imagina lo que eran esas ratas, que incluso con el calor, el viento, la lluvia, el ruido del techo de chapa y los mosquitos fue el chillido de dos ratas debajo de mi cama lo que me sobresaltó aquella mañana. Y, con todo, la muerte de mi padre fue antes del otoño, cuando invaden las víboras. ¡Ah, no quisieras saber lo que es morir, o incluso vivir allí en época de víboras! Todos los años bajan de las montañas del norte y acechan hasta el verano, excepto aquel hermoso invierno de 1864, en que entró en erupción el volcán al otro lado del lago. La ceniza cubrió todo por tres años, pero luego de eso la cosecha estuvo como nunca. No recuerdo una alacena tan llena como la que tuvimos esa temporada. Si tan solo hubiera estado así en 1878, cuando los osos pardos que venían de los prados del este sitiaron el pueblo por todo marzo... Mira, quizás le hice un favor a mi padre y todo.
En fin, a lo largo de los años he ido aprendiendo cosas, hoy soy un adulto y pude corregir esas calamidades que cometía de joven. Ahora me levanto todos los días a las 6. Es realmente distinto, aprovechas el día de otra forma.