Cuando nos pidieron que pensemos cinco objetos significativos que tengamos en nuestro cuarto de inmediato se me vinieron a la cabeza dos que, si bien individualmente tienen una significancia indudable (aunque no por eso insuperable), cobran peso al estar juntos porque cumplen con lo que intuía iba a ser una segunda condición para los objetos: contar una historia. Y estos dos objetos en mi cuarto - uno solo ahora, del otro queda el recuerdo - fueron parte de una pequeña anécdota cotidiana.
Era julio de 2018 y sobre mi mesa de luz (que en realidad son dos cajones angostos y huecos de madera apilados, con un tomacorriente a la altura de la mitad del segundo cajón, donde enchufo el velador y el cargador de celular) solo había dos cosas (a centímetros de esta pseudo mesa de luz está mi escritorio, que uso de forma más extensiva para lo mismo; de hecho, el velador está en el borde del escritorio): un muñeco de Jesús de esos que tienen la cabeza de resorte, guiñando un ojo, haciendo pulgar para arriba con una mano y señalando al frente con la otra; y un vaso de media pinta.
El Jesús lo había comprado en... no recuerdo si Roma o Venecia, en un viaje de intercambio del que ya hablé en mi autobiografía. Obviamente fue un viaje muy importante y eso ya carga de significancia al objeto. Pero sobre todo lo valoro desde un plano semiótico y semántico: se me hace muy memero y muy temerario también. No es cualquier cosa banalizar al cristianismo y menos en Italia. Lo puse en mi mesa de luz apuntando con el dedo hacia mi cama.
A su lado estaba un vaso de media pinta de un bar que frecuentábamos mucho y al que le tenía un gran aprecio. Cuando volvimos del viaje de intercambio, junto con esa gente y otrxs amigxs que devinieron comunes íbamos todas las semanas. Tenía muchas cosas valorables. Estaba en una buena ubicación, Palermo, pero unas cuadras alejado de Plaza Serrano, con lo cual cumplía una segunda condición: salvo sábados, no abarrotaba de gente. De hecho, nos enamoró las primeras veces que fuimos justamente por estar vacío, con una terraza grande y linda a disposición en la ya histórica esquina de Costa Rica y Godoy Cruz. La cerveza era mala pero barata, tenía un balde de pochoclos para servirse a piacere y, por supuesto, nos dejaban consumir a pesar de que no todxs - por no decir ningunx, en un comienzo - éramos mayores de edad. La cerveza era barata pero un día que estábamos por la zona nos asomamos y vimos que estaba especialmente barata. Intuimos que eso no podía ser bueno. Unas semanas después nos enteramos lo peor: eran los últimos días. En junio cerraban. Las últimas convocatorias fueron masivas. Íbamos dos o tres veces por semana, difundíamos por todos nuestros círculos, en las redes, incluso en el programa de radio del centro de estudiantes. Llegó a ser frecuentado esas veces finales por gente de nuestro colegio pero con quienes no teníamos relación... en fin, una locura. Cuestión que el último día pedí que me regalaran un vaso con el logo del lugar: la media pinta que fue a parar a mi mesa de luz. Quienes conocen de vasos cerveceros saben lo lindos que son aquellos con un diseño propio estampado, y aún más, saben que los vasos de media pinta son mucho más lindos que los de una pinta (es lo mismo pero en una escala más chica, tienen la belleza de un bonsai). No quería ponerlo a circular como vaso de uso en la cocina porque se iba a terminar rompiendo, además de que iba a perder su esencia: ser un recuerdo, no un vaso.
Pasó poco más de un mes y una noche estaba armando mi cama, para lo cual la corrí un poco de la pared. Cuando terminé, en un movimiento volví mi cama hacia su lugar con fuerza. Ví cómo se movía el cajón de abajo de mi mesa de luz, luego todo se oscureció de golpe mientras escuchaba el ruido de vidrios rotos. Todo eso sucedió en un segundo, luego del cual analicé la situación. La cama había empujado el cajón de abajo, que desplazó junto a él al de arriba. Pero el de arriba se trabó con la fuente de mi cargador, y en esa oposición de fuerzas terminó cayendo. Arrastró al velador, de interruptor muy sensible, que se apagó en el acto. La media pinta estaba rota.
Me quedé en un breve luto a oscuras. Luego fui asimilando lo que acababa de pasar y eventualmente me dispuse a ordenar todo. Me apenaba mucho el triste final de esa media pinta. Quizás no tanto por la forma: después de todo, los vasos de vidrio están hechos para romperse. Pero más por lo efímero, había pasado muy poco tiempo, todavía era un objeto muy presente; hoy no sería más que otras cosas en mi estante. Pensaba que quizás había sido pronto para dejar atrás ese recuerdo. Pero me convencí de lo contrario cuando prendí la luz. Pronto todo cobró un aspecto tragicómico. Hay cosas que parecen estar ideadas por el destino de una forma casi burlona, y esa vez fue una de estas. Me había olvidado del Jesús. Estaba en el piso, casi intacto. Sólo se le había roto un pedacito. Reí. Era menos de un centímetro lo que yacía desprendido cerca en el piso: el dedo que señala.
(A los pocos meses el bar abrió de nuevo. Pero nunca volvimos a ir. Después cerró definitivamente y ahora hay otro bar. El Jesús lo sigo teniendo. Nunca le pegué el dedo. Hace poco también se le despegó el resorte con la cabeza.)
(A los pocos meses el bar abrió de nuevo. Pero nunca volvimos a ir. Después cerró definitivamente y ahora hay otro bar. El Jesús lo sigo teniendo. Nunca le pegué el dedo. Hace poco también se le despegó el resorte con la cabeza.)