lunes, 14 de septiembre de 2020

Cuento a lo Casas

Cabeza de bebé gigante



Mi amigo Leopoldo Garbach me invitó hace no mucho tiempo a ver boxeo. Le agradecí pero decliné la propuesta excusando intenso trabajo. No sé por qué no le conté la verdad. Era mucho más interesante decirle que hace unos treinta años fui por primera y única vez a una pelea de box y juré no volver.


Fue en el Club Yupanqui y me había invitado Asterix, un frecuentador de esas veladas. Asterix era el encargado del edificio donde vivía. Nos habíamos hecho amigos un tiempo atrás, cuando él me ayudó buscando el gato de Susi, la dueña del departamento y mi pareja por ese entonces. Un tipo muy raro, Asterix. Bah, pobre. En realidad era tan común... justamente ese fue el tema. Muy sencillo, humilde, de pocas palabras. Sin familia ni pareja. Un potencial Camilo Canegato. La policía le hizo una cama terrible. Lo usaron de chivo expiatorio en un crimen espantoso que, se sabe, cometió gente de ellos. Lo encarcelaron y a las semanas apareció ahorcado. Asterix... pobre tipo. Creo que hoy en día me escandalizaría más vivir una situación así tan de cerca. A ver, tampoco era un amigo de esos que se dicen del alma. Éramos más bien compañeros circunstanciales compartiendo nuestro desamparo. Yo andaba... eso, andaba. Me movía de un lado a otro como dejándome llevar por la marea, sin hacer nada. Hacía dos años se había muerto mi mamá y a partir de ese momento y por un par de años fui eso, una especie de babosa humana que se limitaba a  responder a estímulos vitales. Tenía veintidós años y ganas de no apurar un paso más hacia la adultez. Mis días eran dormir, escuchar música, dar una vuelta caminando, quizás meterme al cine o buscar a mis amigos en el bar Astral. Los laburos que tuve en esa época se cuentan con los dedos de las manos, y si tuve fue porque se toparon conmigo y no porque yo los fuera a buscar. En ese estado de vida donde todo fluctuaba es que tuve y destuve a Asterix sin casi percatarme. 


Susi también se había ido un día. Me dejó el departamento, un monoambiente enfrente de la estación de Flores. Ya desde antes Asterix (se llamaba Rodolfo, por cierto) solía subir a tomar mate por las tardes. O me lo encontraba yo abajo, de noche tarde, fumando apoyado en la pared del edificio, al lado de la puerta, y charlábamos un rato, o prendía uno y me ponía a hacerle compañía en silencio. Y una vez que Susi se fue nuestra compañía se hizo más frecuente. Con la probable intención de que no me bajoneara, o de ayudarme a reponerme, comenzó a invitarme a salir algunas noches: a bares, boliches, fiestas. 


Ese día (el del boxeo) me despertó un rayo de luz a eso de la una. Tenía la garganta seca como un desierto. Me levanté de la cama de un salto y puse agua para el mate. Tragar los primeros fue doloroso. Los desayuné con un par de caramelos de miel. Después me pegué una ducha. Cuando salí, agarré Las Sirenas de Titán, una joya de Vonnegut, y me tiré en toalla a leer sobre la cama hasta que me agarró hambre. Ya eran más de las tres y en la heladera no había un carajo. Puse agua para hacer unos fideos. Saqué la tele del armario donde estaba guardada cuando no se usaba e hice un poco de zapping hasta enganchar alguna película. Llegué a ver un pantallazo de Palito Ortega en Canal 11 antes de que se fueran a la tanda. La publicidad de un partido de Copa Libertadores que pasaban al día siguiente cantó la fecha e hizo que me acordara de que cumplía años Sandra Venegas, una amiga de la secundaria. La llamé y no contestó. No estaba seguro de acordarme bien su número y no tenía forma de chequearlo: la mayoría de mis cosas seguían en la casa de mis viejos. Probé una vez más y nada. No volví a insistir. Metí los fideos en el agua, que ya hervía, y cambié de canal. Dejé uno donde Roger Moore escapaba de los alemanes buscando marfil en Tanzania. 
Me paré para sacar los fideos, puse el colador en la pileta y de un solo movimiento levanté y di vuelta la olla. Sentí cómo algo alcanzaba mi mano derecha. Después, un fuego fue subiendo desde el anular, trepó por mi brazo y en un pestañar llegó a mi cabeza. El shock de la quemadura se propagó por todo el cuerpo. En cámara lenta apoyé la olla y recién ahí pude reaccionar. Quizás distraído por la tele o apurado por el hambre, había volcado el agua demasiado rápido y salpicó. Tenía tres dedos rojos que ardían como lava. Apoyé el colador con los fideos sobre la olla y puse la mano sobre agua fría. Estuve un rato hasta olvidarme de estar sintiendo el chorro correr por mis dedos. 


Comí los fideos con manteca mirando la tele y cuando terminé lavé el plato con agua fría. Le bajé un poco el volumen a Roger Moore y me tiré en la cama a dejar que se me vayan cerrando los ojos. Tuve un sueño borroso e intranquilo. Sentía que me quemaba. Al rato me desperté: era la mano. Conté por lo menos cinco ampollas. Bajé a la calle e hice dos cuadras por Rivadavia hasta una farmacia. Me compré una pomada para la quemadura. El señor de la farmacia me dijo que me la ponga dos veces por día y en 72 horas ya iba a estar bien. Estaba pesado afuera. No hacía calor pero había terrible humedad. El sol amagaba con ocultarse definitivamente detrás de las nubes; quizás lloviera más tarde. Volví al departamento y me puse la crema. Antes me mojé la cara; hubiera preferido una ducha pero la mano no estaba para agua caliente. Y detesto las duchas frías, salvo que haga mucho calor. Me tiré a leer un rato más y en eso me tocó la puerta Asterix. Con mi zurda como única intermediaria compartimos un par de mates. Ahí fue cuando me invitó a ver boxeo esa noche. Le comenté que jamás había visto una pelea en mi vida.
–No es como en la tele –dijo. Me encogí de hombros–. Ah, ¿ni en la tele?
–Nop, nunca. 
–Ah, bueno –sonaba decepcionado– entonces capaz no...
–Nah, si estoy al pedo. Qué no voy a ir.
Y en su rostro se dibujó una sonrisa.
–Vas a ver que te va a gustar –dijo, y se equivocó–. Los tipos se pegan de lo lindo y la gente se pone como loca. Es muy intenso –dijo, y yo no tenía idea de la razón que tenía. Pero para eso faltaba un rato.


A las seis había quedado en encontrarme con Romina en la plaza de Pasco y Alsina. Romina era una amiga de Picasso, quien era, a su vez, uno de mis mejores amigos. Dos noches atrás habíamos coincidido en un bar en San Telmo. Tocaba una banda amiga de Picasso que ya había ido a ver alguna vez y sonaba bastante bien. Sonar bien no era en ese entonces una proeza mayor de lo que es ahora, pero en mi grupo cercano, sobre todo en Roli, el mayor de mis compinches, había ciertas tendencias vanguardistas, por no decir inescuchables, a romper con todo lo que se podía pensar como música sin preocuparse ni un poquito por construir algo después. Esta banda (ya no recuerdo cómo se llamaba, duró poco porque la líder se fue a vivir a España) no era el caso, y su post punk a lo The Clash podía no sorprender a nadie pero tampoco dejaba fisuras. Hablando de fisuras, para cuando yo llegué Pica y Roli ya se habían bajado una birra cada uno y además estaban duros como embrague de Corsa. Se comunicaban en un lenguaje primitivo con el que más o menos se entendían entre sí, pero para el resto del mundo comprenderlos era difícil. Después de un rato donde inútilmente compartimos mesa con esos dos cavernícolas, con Romina hicimos rancho aparte. Esa noche ya había comentado dos veces que había conseguido nota con un tipo que no conocía y la había mandado a una plaza que no junaba: la primera fue aún en la mesa; en la segunda intuí algo; para la tercera me avivé y me ofrecí a acompañarla. Era la primera vez que salía con alguien desde que Susi me había dejado.


Fui en subte y llegamos más o menos al mismo tiempo. Romina salía del laburo: tenía el pelo atado y un saco gris. Nos saludamos con un beso en la mejilla. La plaza tenía sus recovecos; había un policía en la otra esquina y con el correr de los minutos pasaba cada vez menos gente. Pensé entonces que su insistencia para que fuera con ella había sido más una cuestión de seguridad que un coqueteo. Yo llevaba la novela a mano y me preguntó qué leía. Le contesté que Las Joyas de Titán, de Vonnegut, y le pregunté si había leído algo de él. Me dijo que Matadero 5 no le había gustado mucho y empezó a contarme: no paró de hablar hasta que apareció el tranza a los veinte minutos. Caminamos alejándonos una cuadra por Pasco, transaccionamos y una vez que el tipo se fue nos metimos en el primer bar que vimos a mano. Pedimos un café y Romina entró al baño a testear lo comprado. Volvió a los minutos haciendo gestos de aprobación. “¿Querés?”, preguntó y me pasó la bolsa. Fui al baño yo también a probarla. No charlamos mucho más después de eso. Terminamos nuestros cafés y al rato ella avisó que se tenía que ir. Salimos a la calle y nos despedimos con un beso en la mejilla de esos que son casi un pico. Ya anochecía. Me quedé donde estaba un rato, evaluando qué hacer a continuación. Casi sin darme cuenta terminé caminando hacia el Astral. Había bastante gente a esa hora. En una de las mesas del fondo pude ver a Picasso y Roli pidiéndole la cuenta a Tito. Tito era (quizás siga siendo) el mozo y merece un cuento aparte. Me recibieron con euforia.
–¡¿Y, cómo fue?!
Me encogí de hombros. 
–Bien. Tranqui.
–Pero máquina, largá algo más –me apuró Roli.
–No diré nada.
–Dale, boludo –se impacientó Pica–. Por lo menos decime si les fue bien con el tranza.
–Sin problema con eso. Buena droga.
–Y... ¿no pasó nada más?
–Neh... sí, sí, estuvo muy lindo–y miré a Pica–. Te digo la verdad, hoy estaba un poco densa...
Picasso lamentó con la mirada.
–La habrás agarrado en un mal día.
–Puede ser. Debía estar nerviosa. Ya con la merca estuvo más callada –me reí solo con un pensamiento que asomó en mi cabeza–. “Me gusta cuando callas porque estás como drogada”... o “Me gusta cuando te drogas porque estás como callada”... o quizás “Me gust...” –y seguí vacilando en voz alta un rato.
Después se armó un breve silencio. De fondo, la fonola gritaba una canción de Luis Miguel. Cuando terminó, Roli sacó una caja de chicles del bolsillo.
–Mirá lo que apareció por acá –me dijo, y de la caja aparecieron dos cartoncitos de ácido.
–Opa.
Los dos rieron.
–¿Lsd? –Pregunté.
–Son buenas –dijo Roli mientras afirmaba con la cabeza.
–Parece que son como para ver marcianitos –aportó Pica.
–Piola.
Tito se acercó para cobrarles la cuenta. En un quiebre de muñeca Roli guardó las pepas y volvió la cajita a su bolsillo.
–Las vamos a usar ahora. De acá vamos para el Cine América a ver la nueva de Alien.
–No la ví todavía. ¿Quién la dirige?
–Finger creo que se llama. Es su ópera prima.
–¿Te sumás?
–Mmm... ¿cuánto dura la película?
–Si querés vamos al ciber de enfrente y te imprimo toda la ficha técnica.
–Es que tengo que estar en Yerbal a las 23, quedé en encontrarme con Asterix a esa hora.
–Y, creo que dura más de dos horas.
Eran casi las nueve.
–Me parece que no llego ni en pedo –concluí.
–Nop. 
Los acompañé hasta el cine a sacar las entradas. Nos metimos al baño y Roli sacó los cartoncitos. Pica se había provisto una tijerita, y con eso cada uno cortó el suyo a la mitad. Roli giró hacia mí.
–¿Vos querés?
–Y dale.
Y los dos cortaron de nuevo su mitad para darme un cuarto cada uno.
–¿Cuánto les debo?
–Después vemos. ¿Para dónde ibas ahora?
–Asterix me invitó a ver boxeo al Club Yupanqui.
–Interesante. Suerte con eso.
Y luego de un gesto de brindis nos metimos las pepas debajo de la lengua.
Cuando llegué al edificio Asterix estaba en la puerta esperándome (ya teníamos esa complicidad implícita). Lo saludé con un abrazo y después me quedé mirándolo: con su baja estatura, su chopera y su nariz redonda parecía un peluche. Él también me miró pero extrañado; me preguntó si estaba bien y le contesté levantando el pulgar. 
Viajamos en el 86 casi sin hablar. Yo me pasé todo el viaje intentando calcular la frecuencia con que vibraba el motor, que sentía rugir debajo mío como si estuviera montando un león ronroneante.
El cuadrilátero estaba en un galpón bien iluminado, con techo de chapa y humedad por todos lados. No sé por qué yo esperaba llegar a algo como una carpa de circo, con un ingreso peatonal de más de una cuadra, gradas altas y mucha gente. En verdad había poco más de cien personas, algunas en sillas rodeando el ring, los grupos más grandes de gente parados más atrás. Nosotros conseguimos asientos en la cuarta fila. Se apagaron las luces laterales y entraron los boxeadores: el de un lado, no muy alto pero de espalda ancha, con el pelo rubio teñido y engominado y la barbilla bien cuadrada parecía un androide; del otro, un tipo más alto y con más panza, de cara redonda y pelado era un bebé gigante.
Empezó la pelea. La gente se arrimó y de repente sentí que tenía cincuenta personas respirando detrás de mi nuca. Me pasé la mano para airearla un poco. Androide y bebé gigante se juntaban y separaban en un ritmo casi musical. Todos gritaban como locos por momentos; en otros se formaba un tenso silencio. Sentí que era todo parte de un mecanismo: cuando los boxeadores se acercaban, el público gritaba; cuando se separaban, callaban. Como si los dos pugilistas fueran las puntas de un circuito eléctrico. Me puse a palmear mi pierna para intentar sacar el tempo del aparato. 
Comenzaron a repartirse piñas de lo lindo. Era un espectáculo espantoso. Los dos pegaban fuerte y desde donde estábamos se podía ver las dos caras concentradas, los ojos abiertos, expectantes, desafiantes y a la vez temerosos. Se escuchaba el impacto de cada golpe, lo sentía también en mi propio cuerpo. Iban moviéndose por todo el cuadrilátero a una distancia pareja, girando sobre el ring en un baile de a dos, como si el mecanismo ahora se hubiera transformado en una cajita musical. Hasta que el androide embocó un cross impoluto en la cara del bebé gigante, que se desplomó en la lona. 
Fue menos de un segundo, un leve movimiento, un destello de luz, el cuerpo del bebé gigante tirado que no llegaba a ver del todo. Pero yo lo ví, y lo viví en una dimensión aparte, como si el espacio-tiempo de todo lo demás se hubiera detenido. El androide impacta el cross y mientras el bebé gigante cae, su cabeza sale disparada, sobrevuela el ring y viene en un tiro oblicuo hacia nuestro sector. Llega al piso, da un par de rebotes y rueda hasta frenar al lado mío. 
Me quedé mirándola un rato, pensando que lo más prudente sería devolverla; aunque no conocía cómo eran los códigos en esos lugares, quizás no correspondía que la agarre un espectador y no quería armar bardo. Alcé la (mi) cabeza: en todas las direcciones la gente, enguarecida, le prestaba atención a lo que pasaba en el cuadrilátero con la otra parte del cuerpo. Nadie había visto la cabeza. Me decidí por agarrarla. Sentí cierta resistencia al levantarla, como si estuviera trabada con las piernas del tipo que tenía al lado. Tenía una forma muy rara, la piel áspera y la carne moldeable. Había algo que no me cerraba, eso no parecía una cabeza. En eso siento que la (no)cabeza empieza a tironear para atrás. Ahí me avivo de que es el tipo de al lado:
–Eh, flaco, ¡¿qué hacés?!
Me quedo quieto mirándolo.
–¿Habría que devolverla, no?
–Y devolvémela entonces, ¿qué me canchereás, pelotudo?
Asterix se dio vuelta a ver qué pasaba. Entendía tan poco como yo. El tipo parecía ponerse violento así que se la dí.
–¿Qué pasó? –Me preguntó Asterix cuando me acomodé en la silla.
–Pensé que podía levantarla.
Pero ahora mirando hacia el ring de nuevo veo que el bebé gigante se está incorporando con cabeza y todo. “No se la pueden haber puesto tan rápido”, pensé. Giré lo más disimuladamente que pude hacia el tipo de al lado, y después de un buen rato de observación comprendí que me había confundido la cabeza con una mochila. Me reí solo por bastante tiempo. 
Más adelante empecé a sentir que tenía un punto blanco chiquito y bien nítido en mi dedo anular. Me rasqué para sacármelo, y al rato seguía estando pero mucho peor; ahora era como si fuera un mini ovni abduciendo esa porción de mi dedo, que se expandía bajando por el metacarpo y empezaba a subir hacia los dedos vecinos. Cuando la zona cubierta por el rayo ovni llegaba hasta la palma de la mano y la punta del dedo meñique decidí que tenía que hacer algo para que los marcianos no se llevaran la mano entera, así que me paré para ir al baño. Me costó un huevo encontrarlo y cuando llegué no me acordaba para qué había ido. Meé, me lavé las manos y mojé la cabeza. Tomé un sorbo de agua de la canilla. Y ahí me avivé que el ovni era una de las ampollas de la quemadura que me había hecho al mediodía. Y ardía como Troya. Manoteé mis bolsillos hasta que encontré milagrosamente la crema. Besé el pomo y me puse suficiente como para apagar el incendio de un edificio de ocho pisos. Regresé a ver la pelea. La gente estaba como loca, se apretaba contra las cuerdas y gritaba de todo. Algunos simpatizantes de uno y otro contendiente parecían a punto de irse a las manos entre ellos también. Muchos se veían muy en pedo. Empecé a sentir mucho calor. Me saqué el buzo y hasta por un momento sentí la necesidad de hacerlo con la remera también. Los dos boxeadores ya estaban más cansados y cada golpe amagaba con tirarlos. Tenía miedo de que en cualquier momento hirvieran en su propia sangre y sudor. Podía oler sus carnes. La mano seguía ardiendo. Me dí cuenta de que, en resumen, la estaba pasando para el orto, y esperé contando los segundos hasta que finalmente el androide volvió a tirar al bebé gigante. Esta vez fue knockout. Y esa es la historia. Aunque ahora que repaso todo esto parece obvio que el problema no fue la pelea de box en sí sino haber ido drogado. Creo que si me invitan de nuevo alguna vez voy a decir que sí.   

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