lunes, 27 de abril de 2020

Reescritura del microcuento

Original: El deseo de un libro

Perdido en el tiempo perdido - cuento fantástico


El monje Ansgar intuyó que algo andaba mal con ese libro desde la primera vez que lo vio. Debía transcribirlo; un mantenimiento que se realizaba cada doscientos años. Le habían encomendado la tarea por ser uno de los monjes más antiguos del recinto; se trataba de uno de los libros más importantes del monasterio. En él, se hallaba la historia de las futuras generaciones, el progreso traído por la juventud, la clave para las innovaciones por venir. Pero el monje no podía abrirlo. No era en aspecto físico un códice distinto a otros que había manipulado, pero alguna razón le impedía poder dar con su contenido. El primer día lo tomó con naturalidad: no siempre se está preparado para conocer una verdad. Hizo su rutina de rezos y lecturas habitual. Al día siguiente despertó bastante antes del alba, sobresaltado. Había tenido una pesadilla de la que no recordaba más que la presencia del libro que tenía en su escritorio, al que ahora miraba. Su habitación estaba igual que el día anterior pero él sentía algo distinto, como si la iluminación hubiera cambiado y ahora todo fuera de un color sepia saturado pero opaco, todo salvo ese libro, que se mantenía en un gris infinitamente neutro. Pensó que seguía en la pesadilla. Para el tercer día casi no había dormido, y estuvo toda la mañana con la pluma en la mano. Pero no pudo hacer nada. Estaba bloqueado pero seguía insistiendo, porque le daba pavor no poder transcribir ese libro, no poder siquiera abrirlo. Internamente, sabía que eso sería la prueba de que estaba acabado, había quedado obsoleto. Las semanas pasaban y el libro seguía allí, mirándolo. El cielo estaba siempre negro. Su habitación y el monasterio se hacía cada día más inmenso; la visión del mundo externo desde su ventana cada vez más chica. Se propuso una prueba de purificación, por una semana rezó sin parar en ayunas. Pero no logró nada al intentar abrir el libro una vez más. Durante el siguiente mes el monje le oró, habló, gritó, imperó, suplicó para que se abriera. El libro guardó silencio. Un día, finalmente, Ansgar se dio por vencido. Jamás podría acceder al contenido de ese libro porque el espacio y el tiempo en el que estaba no era el del monje; su hora ya había pasado. En cinco segundos caminó los quinientos metros entre su escritorio y la ventana junto a su cama. Dio un último rezo y se arrojó. Comprobó con cierto alivio que no caía, sino que se elevaba hacia la única rendija de luz que se abría entre el cielo nublado.

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