¿Cuánto de mí puede decir una anécdota?
Soy Iván Taube, tengo 19 años y creo que el mejor día de mi vida fue el 22 de septiembre de 2017. La primavera (mi época preferida del año, aunque el cambio de temperatura siempre me deje como mínimo un resfrío) había comenzado un miércoles lluvioso, y lo pasé en un avión. Era la segunda vez que viajaba a Europa[1]. Por fuera de esas ocasiones, estuve una vez en Brasil y varias en Uruguay[2]. Iba rumbo a un viaje de intercambio a Italia que organizaba mi colegio[3] y un liceo de Milán, en un grupo con varixs desconocidxs, algunxs conocidxs y un par de grandes amigxs. Esa ida en avión fue pésima. Nos dieron de almorzar, pero luego se saltearon la cena; no pude dormir nada; tenía ganas de ir al baño. Pero en mi cabeza había otra preocupación: ese día, mientras yo estaba en medio del Atlántico, River jugaba por Copa Libertadores[4] la vuelta de los cuartos de final, debía ganar por cuatro goles. No hubo forma de poder seguir el partido ni de averiguar el resultado hasta llegar al aeropuerto. Mucho menos de olvidar el asunto. La espera se me hizo eterna, no podía más de la ansiedad. Ante la expectativa que me había generado en torno a ese resultado, había tomado una determinación: quería enterarme solo. Buscarlo y leerlo yo, por nada del mundo quería enterarme por medio de otras personas o de improvisto. Aterrizamos y antes de poder bajar a un amigo le llegó un mensaje de texto de su viejo con información sobre los partidos (él es de San Lorenzo, que también jugaba ese día). Un par se juntaron a debatir (a espaldas y en voz baja para que yo no escuchase) sobre ese mensaje, algo de lo que había ahí no les cerraba. En un momento me llegó una palabra, a alguien se le escapó un número. Los miré. Silencio, tensión. Lo que había escuchado no podía tener mucho sentido, pero justamente de eso estaban discutiendo, de si la data tenía sentido o no. Además, si por algo se caracteriza el fútbol es por no siempre tener sentido. “No jueguen conmigo” les dije casi temblando. Perdón por extender demasiado el relato pero quiero que se entienda lo que sentía, parece un cuento de Kafka[5] pero juro que fue así. Finalmente bajamos del avión, había que hacer conexión con otro vuelo que despegaba en, no sé, 40 minutos y la puerta de embarque estaba a 20 minutos de caminata. El wifi que no me andaba, había que caminar y yo seguía sin saber el resultado. Cedí a que me lo mostrara un compañero. A partir de acá todo cobra el aspecto de un sueño. 8-0. Me desplomé en el pecho de él (hincha de River, hoy uno de mis mejores amigos, en ese momento todavía no), algo así como un abrazo. Fue un subidón energético, me olvidé del sueño, del hambre. Estaba emocionado, exaltado, exhausto, todo; en un momento frenamos la marcha y me dí cuenta que estaba tan a mil que pensé “la voy a terminar quedando acá”[6]. En ese contexto se dió el mejor día de mi vida; a las dos horas, siete de la mañana de allá, llegábamos a Roma. Luego de una breve estadía en el hotel (pautamos una hora para dejar las valijas, si queríamos ducharnos, y prepararse para salir; obviamente, en ese tiempo me puse a ver el resumen del partido) ya estaba recorriendo la ciudad más increíblemente hermosa que haya visto. Con la camiseta de River puesta y una sonrisa de oreja a oreja, junto a amigxs que quería y quiero mucho. Enamorado de la vida como nunca[7].
[1] La anterior había sido en 2014 junto a mi abuela paterna. En aquel viaje conocí a algunxs de sus amigxs que se habían erradicado allá tras irse del país exiliadxs. El hermano de mi abuela es un detenido-desaparecido. El 2020 fue el primero en por lo menos siete años en el que no fui a la marcha del 24 de marzo. Sé que hubo un tiempo, más o menos cuando comenzaba la primaria, en que dejé de querer ir; aunque no recuerdo qué no me gustaba ni en qué año retomé. El 24 de marzo es el día en que más me gusta Buenos Aires. No es un día alegre, pero la tradición del encuentro con la familia, con el pueblo, movilizarse, el color de las banderas, el ruido de las murgas, el olor a humo y choripán... guarda un sentimiento festivo, de ritual colectivo. Como ir a la cancha.
[2] Tengo cierto fanatismo por Uruguay. Este verano fui por primera vez a Montevideo. Fue un viaje que organicé yo; necesitaba conocerlo, casi como un musulmán debe ir a La Meca. De esa ciudad es mi abuelo paterno, aunque desde muy jóven vive en Buenos Aires. Cuando yo nací él ya estaba en pareja con su segunda mujer. Hace no mucho ambxs se mudaron de su histórica casa en Guatemala y Canning. Además, tienen una quinta en un pueblito muy chico cerca de Luján, una propiedad extensa que en la época colonial fue la pulpería del pueblo. Mi abuelo es arquitecto (ya jubilado). Cuando yo era bebé, me construyó una sillita para la hamaca de la quinta. La sillita cedió y me rompí los brazos en la caída. Dicen que era de llorar poco (todavía lloro poco, aunque cada vez me sale más fácil); recién a los dos días sospecharon que algo no andaba bien y me llevaron al hospital. Me pusieron un yeso en cada brazo. Tenía un año y medio. Hace un tiempo se me ocurrió pensar si eso habrá influido de alguna forma (y cómo) en la formación de mi personalidad. No lo sé. Supongo que a algúnx estudiosx de alguna rama de la psicología podría interesarle.
[3] Hice el secundario en el Nacional Buenos Aires. Fui a una primaria privada, tipo jipi con osde, a la que sin embargo quiero mucho, porque me formó en una línea ideológica que hoy más o menos mantengo. Ya en ese entonces me interesaba el periodismo, lo comunicacional, lo social, lo político. Quise salir de la burbuja de lo privado y me mandé a una secundaria donde esperaba poder abrirme la cabeza. No me interesaba tanto lo académico como el convivir con mucha gente muy distinta, que por fuera de las clases haya política, haya cultura. Hoy en día entiendo que lo podría haber hecho en otras secundarias públicas, pero que cumplió con las expectativas, cumplió. Mis viejxs también cursaron ahí. Es una familia bastante intelectual, soy tercera generación universitaria. Por favor no lean estas líneas como un mero acto de pedantería, lo que quiero contar es que vivo una clase media acomodada, sin demasiados lujos materiales pero donde nunca me faltó nada. Y sobre todo que crecí en un ámbito progre y con interés por la cultura general (bueno, creo que esto quedó más pedante que antes. Hice lo que pude.).
[4] Mis primeros recuerdos futbolísticos son de la selección argentina. Un vaguísimo recuerdo de estar viendo el Mundial 2006 en mi escuela. Con un poco más de nitidez (precisamente lo que le faltaba al televisor en la casa de amigxs de la familia) la primera fecha de las Eliminatorias 2010, un 2-0 a Chile en el Monumental, con dos goles de tiro libre de Riquelme. Las primeras imágenes con River son más difíciles de rastrear. Era época de diferido y fueron años de muy poco brillo para el club. Mis principios como futbolero los relaciono más con el Manchester United, mi segundo club, en su momento. Mi ídolo era Tevez, jugador que hoy odio. Aún así, siempre fui de River. Es de las cosas que más me unen con mi viejo. Sufrimos mucho el camino al descenso y aún más esa temporada en la B. Nos cambió como hinchas, reforzó el vínculo. Otro punto de inflexión en mí fue el Mundial 2014. Fue tan fuerte lo vivido en ese momento, que de ahí en más fui perdiendo interés por la selección. No por resultadista, eh. Todo lo contrario, la ilusión dejó de tener sentido porque iba a ser imposible igualar ese momento. En el último Mundial prácticamente hinché por Uruguay. Hoy pienso que quizás esto que me pasó a partir de 2015 haya tenido que ver con el cambio de gobierno. Ojalá vuelvan los días felices.
[5] No se engañen, de Kafka sólo leí La Metamorfosis. Creo que el autor que más consumí a lo largo de mi vida es Fontanarrosa. En su momento me devoré la saga de Harry Potter. Los leí en seis meses, a medida que los iba consiguiendo. Mis novelas favoritas son El Barón Rampante, de Italo Calvino, y El Perfume, de Süskind. Elegir un cuento favorito ya es más difícil. Si me apurás, te digo Graffiti, de Cortázar.
[6] Nunca estuve lo que se dice cerca de la muerte, aunque hubo veces que me preocupé. De chiquito, alguna veraneada en la costa, siendo revolcado largo y tendido por una ola grande. Ya más grandulón, en mi única mala experiencia con drogas. Una vez casi me pisan dos camiones, uno detrás de otro, por ir a buscar la pelota que se nos había ido de la plaza a la calle. Al día siguiente me desperté con tortícolis. Sufro bastante de contracturas. La primera que recuerdo fuerte fue unos días antes de rendir uno de los exámenes de ingreso en séptimo grado. Hace poco terminé de entender, o de aceptar, que son la forma en que se materializan mis miedos, mis angustias, no son sólo tensiones físicas. Entonces cuando aparece una charlo con ella, averiguo qué la trae por ahí. Hoy las controlo más, o por lo menos las llevo mejor.
[7] No solo estaba enamorado de la vida. También estaba enamorado de una de las personas con quienes viajé. Poco antes había empezado psicoanálisis. El recuerdo más lejano que tengo de sentir más o menos lo mismo que siento ahora cuando hablo de estar enamorado será de hace unos siete u ocho años. Un segundo recuerdo, de uno o dos años después, es un poco más nítido; ahí estaba empezando a comprender qué era ese calor en el pecho. Algún tiempo después acepté que por más que lo intentara nunca iba a poder descifrar el amor. Soy una persona muy racional, me gusta pensar las cosas, hacer deducciones, elaborar esquemas mentales, comprender. Con esto no puedo. El sentimiento de amor se impone sobre mi cabeza, que lo único que puede hacer es intentar convivir con ello. A veces es fácil, a veces muy difícil. Y cuanto más deseo sexual haya de por medio, ¡qué quilombo todo!
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