La necesaria tarea de incomodarse
Por Iván Taube
En tiempos de pandemia no podemos viajar mucho. Por eso es bueno aunque sea leer textos movilizantes.
La arquitectura del océano, de Inés Garland.
112 páginas.
Alfaguara, 2014.
Diana lleva a su familia, acostumbrada a vacacionar en Miami, a la selva misionera. Tiene un accidente y es asistida por un habitante del poblado. La estadía termina y con ella el cuento, pero se intuye que la historia no, porque sentimos que algo ha cambiado dentro de Diana tras esa experiencia, algo que ha puesto en jaque a sus prejuicios, y con ello despertó contradicciones con su familia y su estilo de vida.
Viajar es y genera cambios. Cambiar de territorio, movilizarse físicamente permite también el surgimiento de otro tipo de movilizaciones: internas, profundas, subjetivas. En La arquitectura del océano, Inés Garland reúne cuentos breves que muestran (o, en algunos casos, solo sugieren) eso: la transformación interna que surge a partir de un viaje. A veces con importantes sucesos como intermediarios que sacuden a los personajes; otras veces, con pequeñas escenas que apenas levantan una briza, pero siempre lo suficientemente profunda como para llegar allí donde la sexualidad y el deseo chocan con los miedos propios y los mandatos, la familia y la represión.
Transformar implica alterar el estado de algo en aparente equilibrio, desarmarlo, ponerlo en movimiento y que a partir de eso resulte en otra cosa. En general, y dado que los seres humanos estamos suscriptos en inexorable dependencia a la linealidad del tiempo, no podemos comprender las transformaciones hasta no haber observado cuál es esa nueva cosa que resultó del cambio.
Garland no nos da el privilegio de permitirnos comprender. Los 16 relatos del libro –publicado en 2014 por Alfaguara– se detienen a capturar el momento disparador de la transformación, su esencia, allí donde lo cómodo se desacomoda. Y con eso nos regala la posibilidad de empatizar con lxs (en casi todos los casos, mujeres) protagonistas de una manera diferente, al transferirnos su incomodidad. Sí, leer los cuentos de La arquitectura del océano resulta algo incómodo, ¿de qué otra forma podría ser si lo que se nos muestra es la ruptura del estado normal, cómodo, del imaginario, de la proyección de los deseos de lxs protagonistas? Una incomodidad humana, no obstante, conocida, que es por un lado el conflicto de lxs personajes con sus deseos y por el otro es la incomprensión. Incomprensión porque se corta el relato antes de que complete la transformación pero también por otros factores. En algunos casos, la incomprensión misma de los personajes sobre lo que les pasa. Por eso al hablar de “La Cautiva”, el título con guiños borgeanos del cuento que describimos en el primer párrafo, decimos que “se intuye” que la historia no termina, que “sentimos” que en Diana algo cambia. Ella, desde la visión que se nos ofrece, tampoco está segura: «Diana no se dio cuenta de que se había largado a hablar para tapar el silbido que hacía la respiración de él. Le habló de su abuela, de cosas de la infancia que ni sabía que recordaba, y, sin saber por qué, le habló de un vacío que a veces sentía». No es el único caso. Por poner otro ejemplo, la frase «No entendemos lo que nos pasa.» aparece textual en “El rayo verde”, cuando la joven protagonista y su novio se alejan de la zona habitada de la playa y tienen relaciones sexuales por primera vez. Mientras, ella percibe cómo entre su papá y su mejor amiga pasa algo que su mamá no quiere ver. Y es que la autora trabaja también con eso: está lo que no se puede poner en palabras y lo que no se quiere poner en palabras.
En una entrevista reciente a Télam, Garland, que también es traductora, hablaba del desafío de lidiar con “la incertidumbre de no saber cómo resolver algo que entiendo perfectamente en otra lengua pero no sé cómo decir en la mía”. Pero a la hora de escribir no hace falta (digo más, es preferible no hacerlo) decir con palabras aquellos conceptos y sensaciones que percibimos de formas no lingüísticas. Los silencios y la elusión juegan su necesario papel y lo cumplen con creces. Aún cuando los cuentos se centran en los pensamientos de lxs protagonistas, casi todos están narrados en tercera persona (la excepción se da en “El Rayo Verde”, desde la reconstrucción de los recuerdos de la protagonista en presente histórico). De este modo, se ponen en relieve tópicos fuertes, profundamente contradictorios, como la relación entre familia y sexualidad, pero sin quemar las cartas, sin infantilismos: desde la cercanía suficiente como para poder intuirlos pero manteniendo la distancia necesaria para que no se hagan muy evidentes.
El resultado es un ambiente muy bien logrado. Se puede sentir el frío en las noches de campo, el calor seco de la playa o la humedad de la selva. Los cuentos realmente transmiten esa sensación de estar de vacaciones que se da menos por la buena (pero no excesiva) descripción espacial que por las escenas cotidianas y por ese dejo de extrañeza que atraviesan los pensamientos de quien se encuentra corrido de su casa. Por supuesto que no hace falta tanto despliegue geográfico: basta un viaje en lancha y el toque de una mano, como en “El último muelle”; o un boliche y el sutil sonido de un cinturón, como en «La perra de tres dientes», para impulsar el cambio de estado.
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