domingo, 28 de junio de 2020

La muerte del detective Bermúdez - cuento con objetos

El detective Bermúdez murió, su blanco cuerpo manchado con rayones azules que lo dejaron sin vida yacía tirado en el escritorio, iluminado por la luz tenue y cálida del velador. Me quedé mirándolo fijamente, masticando bronca en la penumbra. Los pasos de la perra en la cocina y una moto pasando por la calle, únicos participantes sonoros de mi luto.
La primera reacción ante su triste final todavía había sido en medio del fuerte ataque de ira. Pero a medida que pasó el rato y me iba calmando comencé a sentir pena. Después de todo, y a pesar de todo, a Gerardo lo conocía desde sus comienzos, cuando la idea de un detective de guante blanco resolviendo crímenes en el Conurbano parecía un hallazgo poderoso y aún inexplorado. Sonreí con tristeza recordando su primer caso. Fue como si estuviera ahí, con él, a bordo de un 93 camino a Munro, dejándonos llevar distraídamente hasta la terminal donde sabíamos que funcionaba un punto de venta de cocaína. Su intención no era desmantelarla ni mucho menos. Tampoco, en todo caso, le interesaba abatir ladrones; para eso hubiera necesitado fuerza, y eso era asunto de la policía. Que para colmo, como ya sabemos, en Buenos Aires es más corrupta que los ladrones mismos.
–Yo no pretendo ir linchando chorros como un justiciero a mano propia, Gandolfi – supo comentarle a quien a partir de ese momento sería su ayudante–. El Conurbano está lleno de esos. Yo resuelvo misterios.
Los observaba atentos como un padre orgulloso. A Gandolfi lo había conocido un tiempo antes, y, si bien su personalidad, vamos a decirlo, no era tan atractiva como la de Gerardo, todo cuanto supe del detective fue gracias a él. Por eso le tenía tanto o más cariño. Además, aunque no fuera tan carismático, una vez que empezaba a hablar desplegaba todo un universo de su interior.
Lo que buscaban en ese lugar era información. Eugenio Casado, el dueño de Transportes 1 de Septiembre S.A., a cargo de los colectivos 15, 37, 45 y 93, había aparecido muerto en su oficina días atrás. Su cuerpo tirado en el suelo, sangre en su nariz y boca y una bolsa en la mesa. A nivel local fue todo un suceso. Nadie dudó en caratularlo de sobredosis. Nadie, claro, excepto Gerardo. Según contaba Gandolfi, en el momento en que se enteró Bermúdez ya habló de asesinato.
–Se trata de un empresario importante –dijo–, seguro hay personas interesadas en quedarse con sus posesiones. Además, un hombre de su monta no se deja matar tan fácil. Consume mejor droga.
Se sabía que Casado manejaba gran parte de las sustancias que se vendían en el barrio. Y no eran de buena calidad. Un punto a favor de la sospecha de Bermúdez, siguiendo la lógica de no mezclar negocios con placer.
De alguna forma que nunca me terminó de quedar muy clara accedieron a la escena del crimen. Gandolfi era amigo del jefe de la seccional, o algo así. Algún día iba a esclarecer esa historia. Allí Bermúdez comprobó lo que sospechaba: había polvo de vidrio dentro de la bolsa con cocaína. Gandolfi sabía narrar esta escena con una gran precisión. Describía con lujo de detalles la habitación, la ubicación de los objetos, del cuerpo... lo que no podía explicar muy bien era cómo el detective había podido concluir, más allá de sus correctas intuiciones, que la bolsa tenía polvo de vidrio. Otra de las asignaturas pendientes.

Pero ahora Gandolfi estaba igual de muerto que Bermúdez. El arma que había propiciado la masacre seguía ahí, al lado del cadáver, con su punta desenvainada. El azul que los cubría ya ni siquiera dejaba distinguir dónde terminaba uno y dónde comenzaba el otro. Eran, más que nunca, parte junto a todo lo demás de una misma cosa arrugada. Claro, uno a veces no se da cuenta la cantidad de cosas que se pueden perder a la vez.
Me tragué las dudas sobre la escena del crimen: los acontecimientos seguían a galope. Lo importante era que alguien había envenenado la cocaína del difunto. O, lo que a Bermúdez le resultaba más plausible, alguien había intercambiado la bolsa de Casado por otra contaminada. Era cuestión de descubrir quién. Bermúdez aún no estaba seguro, pero de algo confiaba: fuera quien fuera la persona que introdujo otra bolsa, se la tenía que haber comprado a La Banda del Enano en la terminal del 93.
Es verdad, lo que contaba Gandolfi que pasó a continuación es difícil de creer. O sea, que ir a preguntarle a los transas del barrio por sus clientes no iba a salir bien, caía de maduro. Pero que ellos dos, inexpertos en la pelea, hayan reducido a un grupo de siete monos armados que los quisieron correr... sí, tenía razón mi mujer, no tenía pies ni cabeza. Para ese momento la euforia y el interés de Gandolfi en su nuevo compañero y en el caso que seguía habían aumentado tanto como en mí. Pero ella no tenía tanto entusiasmo cuando le conté todo en la cena aquella noche. No podía creerse esa historia, decía.
–Incluso para ser ficción esa pelea es demasiado surreal. Además eso de que se va de ahí con un posible sospechoso porque viendo la marca del calzado en el barro deduce que era un tipo gordo es literalmente lo mismo que pasa en Estudio en Escarlata.
A ella le gustan mucho los policiales, pero con detectives europeos. No podía tolerar que ahora hubiera uno en el Conurbano.
De a poco empezaba a contagiarme su desencanto. Los sucesos que iba contando Gandolfi eran cada vez más intrincados. Un buen día Bermúdez le anunció que había encontrado al asesino. Al parecer no había tantos hombres gordos en Munro que pudieran haber sido los culpables. Dio la causalidad que resultó ser un tal García, el primero al que Bermúdez se dedicó a investigar. Se escabulló en su casa de noche, fácil como solo él podía. Encontró unos papeles apoyados sobre la mesa en la oficina que reunían buena evidencia. Pero le interesó incluso más el espejo roto.
Lo del espejo roto me parecía brillante pero sentía que perdía valor introduciéndolo recién ahí. Podría haber aparecido antes en el relato y servir como un indicio oculto. A partir de ese momento mis problemas con el detective Bermúdez se empezaron a evidenciar cada vez más. Lo que en un principio me parecía una trama brillante, clásica pero revitalizada por el cambio de entorno, ahora se me hacía un bodrio cliché insertado a la fuerza en un mundo que no le pertenecía.
Con esos cuestionamientos en mi cabeza presencié cómo al día siguiente Gandolfi iba junto a Bermúdez, policías y un fiscal a la casa de García. Pero cuando entraron no lo encontraron. Había escapado. En su oficina seguía estando el espejo roto, pero en la mesa los papeles brillaban por su ausencia. En cambio, había una hoja grande con unos signos extrañísimos, parecían...
–Jeroglíficos. –Bermúdez contestó la mente de todos los presentes. Agarró la hoja.– Rápido, hay que ir al Instituto de Antropología.
Los policías se miraron haciendo un gesto de extrañeza.
–¿Intuye algo? –Preguntó uno.
–Sí. Y no tenemos mucho tiempo. –Volteó hacia la puerta y comenzó a alejarse de la oficina. Ya bajando las escaleras, gritó de espaldas–: ¿Saben cómo llegar?
Los allí presentes vacilaron.
–Será mejor que lo sigamos –propuso Gandolfi.
Les hicieron caso, sin terminar de comprender por qué. Eran unos veinte minutos de viaje. Iban dos patrulleros, el fiscal en uno de ellos. A Bermúdez lo llevaba Gandolfi en su auto particular.
–Los policías y el fiscal no parecían muy convencidos de venir –comentó Gandolfi–. Escuchame, ¿qué fue lo que pasó?
–Todavía no lo podemos saber. Pero tengo una idea, y creo que tiene bastante sentido. Ya vas a ver –contestó Bermúdez.
Pronto estuvieron frente al edificio en el barrio de Belgrano. Era una zona residencial, de calles arboladas, casas grandes y edificios con patio en la entrada. Algunos vecinos que pasaban caminando observaban la comitiva con perplejidad. No era común ver a la Bonaerense dentro de Capital. Entraron. En la recepción aguardaba una señora grande de rostro amable y anteojos.
–¿En qué puedo ayudarlos? –Preguntó.
Todos miraron a Bermúdez. Él se abrió paso y, con la hoja en la mano y expresión certera, le contestó:


Y llegué hasta ahí. No supe qué más escribir. No tenía la más mínima idea de qué significaba el jeroglífico, qué iba a pasar a continuación ni cómo se resolvía. Ni siquiera estaba seguro de si en algún momento lo había sabido. Me fui por las ramas, pensé. Taché las últimas líneas, a partir de donde aparecen los jeroglíficos. Lo había puesto buscando algún giro en la trama, algo sorpresivo y que no haga la historia tan sencilla. Pero fue demasiado. Había perdido la esencia: el detective inteligente pero de recursos humildes, el caso enigmático pero cotidiano. Tenía que volver a lo de antes, situaciones que tuvieran sentido dentro del universo del Conurbano. ¿Lo de antes? Releí todo lo que tenía. Ya no me gustaba. Los conflictos no estaban magistralmente resueltos como en Sherlock Holmes. La lógica en los planteos de Bermúdez no era del vuelo intelectual de Dupin. Las incongruencias en la historia no eran fáciles de corregir. Escribir un policial es muy difícil.

Negrita vino a hacerme compañía. El sonido de su respiración al lado mío me despabiló. La acaricié y sacudí todo mi cuerpo, saliendo del trance. Volteé la cabeza hacia el reloj de péndulo: la una y cuarto.
Habían pasado, no sé, diez, quince, veinte minutos desde que taché la parte del jeroglífico y releí todo el cuento y me pareció una mierda; y se me vino a la mente mi viejo en mi adolescencia diciendo que no me dedicara a la escritura; y me pregunté quién carajo me había mandado a perder tres meses con la pedorrada de un detective del Conurbano; y con la lapicera que seguía en mi mano y furia en el pecho taché, taché todo, y el papel se fue llenando de líneas y manchas azules y las letras negras se fueron perdiendo y Gandolfi dejó de narrar; y mientras soltaba la lapicera y con las dos manos agarraba las hojas y las arrugaba y rompía y hacía un bollo, el detective Bermúdez, Munro, Conan Doyle y todo y todos se iban a la concha de su madre.

Sin dejar de acariciar a la perra, respiré profundo y me fui incorporando. Tapé la lapicera. Terminé de despedir a Bermúdez. Agarré el bollo y se lo lancé a Negrita, que se puso a jugar con él. Fui a la cocina a hacerme un té.

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